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Carta a Ariel Dorfman

Estimado señor Dorfman:

Mi madre tuvo la ocurrencia de soltarme al mundo --más precisamente en
Madrid-- un 11 de septiembre de hace más de cuarenta años. Y fue un
once de septiembre cuando recibí de mi padre la primera lección de
política de la que tengo memoria. O tal vez fuera al día siguiente;
del año estoy bien seguro, era 1973. Regresé a casa con el periódico
de la tarde, en el que daban cuenta del golpe en Chile, el Informaciones,
ilustrado con una foto de armas incautadas en la residencia del presidente
asesinado, Salvador Allende. Estaba yo en la edad en que uno empieza a
desear hablar con los adultos como adulto, así que se me ocurrió
decirle a mi padre algo parecido a que este Allende no debía ser trigo
limpio, si guardaba en su residencia tantas armas. Entonces aún conservaba
la hermosa e ingenua idea, transmitida a muchos escolares del mundo, de
lo santa que es la paz y lo horribles que son las armas. Mi padre,
muy disgustado, me explicó que pueden y deben usarse las armas si es
para defenderse o para defender a los demás frente a un agresor. Que
Allende era un presidente elegido por su pueblo, desalojado a la
fuerza --sólo después de muerto--, de su puesto por unos militares
que habían traicionado la confianza del pueblo que les había entregado,
precisamente, las armas para otra cosa. No recuerdo exactamente sus palabras,
pero sí con nitidez el sentido de lo que dijo.

Desde entonces, y por razones algo más complicadas, el golpe de
Pinochet y el destino reservado por los golpistas a los chilenos de izquierdas, o simplemente pobres, estuvieron muy presentes en mi formación política y sentimental. Leyendo sobre Chile se me quedaron grabadas palabras como picana, Estadio Nacional o Victor Jara. Años más tarde, un auto de procesamiento del juez Garzón me compensó de muchos desengaños cotidianos con esta democracia española. Ni siquiera el 11-S de Nueva York borrará de mi memoria el de Santiago: yo cumplo años el día que asesinaron a Salvador Allende.

A lo que iba. He leído en El País su artículo "El perdón y los pingüinos ". Ya había conseguido conmoverme hace poco cuando habló de la talla más que humana de Supermán. Hoy, no solo me ha conmovido, sino que me ha recordado cómo la imaginación de los creadores es capaz de ofrecer respuestas políticas cabales y certeras. Me temo que no le van a hacer mucho caso (¡que se jodan los pingüinos!), pero sepa que a mí me ha convencido.

Un muy cordial saludo,

MH






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