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Juegos de cartas (y 4)






    Aquella noche, antes de dormirnos, entró el Padre a leernos el cuento. Tras el colorín-colorado, estuvo hablando con el Microbio y conmigo. Le preguntó que por qué no quería escribir a la Madre, y Jonás dijo que lo que tenía que hacer ella era venir con nosotros y no ser tan imbécil de haberse dejado atrapar por los polis, y que con la mierda de las cartas no íbamos a conseguir que saliera antes. El Padre nos preguntó si nos acordábamos de la peli del pájaro de Alcatraz.
    Yo sí me acordaba. Era de Burt Lancaster, pero no de piratas como El temible burlón, sino que era un preso que como se aburre y para no meterse en líos se pone a criar pájaros en su celda y acaba reuniendo un montón de ellos y aprendiendo todo lo que se puede aprender sobre los pájaros, aunque a veces le da pena que estén enjaulados como él. La habían puesto en la tele hacía poco, y en casa a todos nos gustaba Burt Lancaster. Era mi segundo actor favorito, después de Lee Marvin, que era genial.
    --Pues para la Madre, las cartas que le mandamos son como los pájaros del hombre de Alcatraz: – nos explicó.— un montón de plumas que le recuerda que la vida sigue fuera, y que algún día, seguro que muy pronto, ella volverá para compartirla con vosotros. ¿Entiendes, Jonás?
    El Microbio no dijo nada. Yo creo que lo que el Padre nos contó si era una metáfora, como si las cartas fueran pájaros con sellos. Pero a la mañana siguiente, antes de ir al colegio, le escribió una cuartilla a la Madre. Terminaba mandándole montones de besos y diciéndole que a veces uno no es imbécil aunque se deje coger.
    A mi la tía Mari me devolvió la parte donde explicaba lo de polis y cacos. Y al suertudo del Microbio le levantaron el castigo.




foto: MH

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Juegos de cartas (3)



    La parte buena de las cartas del abuelo Antonio era –ya lo he dicho— su contenido; la parte mala, en cambio, era que había que contestarlas. En esto tanto la Madre como el mismo abuelo eran inflexibles. Así que allí nos tenías, sentados a la mesa, agonizantes a una edad impropiamente temprana ante el pavor ante el folio en blanco.
    --Y ¿qué le pongo? – intentaba zafarme.
    --Tú sabrás. – respondía, seca, la Madre— Cuéntale lo que haces en el cole, o con los amigos.
    --¿Puedo hacer un dibujo? --preguntaba Jonás mientras abocetaba mentalmente batallas de platillos volantes con profusión de láseres --raya discontinua quebrada— y cañonazos --raya discontinua y nube de humo en el extremo.
    -- No.
    -- Jo.
    -- Primero escribe, y luego pintas algo sobre lo que has escrito.

    En cuanto pudo, Mamá nos hizo llegar una carta desde la cárcel. Nos decía que teníamos que ser buenos, que ella volvería pronto y que hiciéramos el favor de parar de crecer para no perderse nada; luego decía que era broma, y que al contrario, que teníamos que crecer y hacernos mayores, hacer caso al Padre y a la tía Mari y estudiar como era debido, para que pudiera seguir estando tan orgullosa de nosotros como siempre. Mandaba también montones de besos y abrazos.
    En cuanto tuvimos una dirección --Eugenia García Ramos, Modulo VI, Centro Penitenciario de Mujeres Yeserías (Madrid)--, nos tocó a Jonás y a mi escribirle una carta todas las semanas. La primera vez la redacté de corrido, contándole todas las cosas que me habían pasado, lo que había aprendido en cada asignatura –estábamos estudiando los gasterópodos con babas y todo—y lo muy nervioso que me ponía el Microbio con sus niñerías. A la tía Mari le pareció todo bien, aunque sugirió que tal vez tendría que añadir que le echaba de menos.

    --Pero eso ya lo sabe.
    --Claro, cariño, pero siempre gusta oírlo.
    --¿Puedo hacer un dibujo? –preguntó Jonás.
    -- Sí, pequeñín, seguro que a tu madre le encanta-

    Yo sabía que a la Madre le iba a mosquear mucho recibir una batalla de platillos volantes, pero resultó que no, que se había reído mucho. Así que a la semana siguiente estuve tentado de pintarle un Stuka con su esvástica en la cola bajando en picado para dejar caer sus bombas sobre una hilera de blindados aliados, pero luego lo pensé mejor y decidí hacer caso a Mari. Así que le puse que la echaba de menos, que el Padre estaba muy raro y trabajaba mucho y que la Tía Mari era genial pero que se echaba a llorar sin que uno supiera por qué, y que yo creía que era porque el Microbio le agotaba la paciencia. Cuando la vio la Tía, antes de meterla en el sobre, me dijo que no podía ponerle esas cosas, y que mejor le contara lo que había aprendido en el cole.
    El Padre nos había explicado que teníamos que poner cuidado con lo que escribíamos, porque en la cárcel las cartas te llegan abiertas, porque había unos señores que las miran y si no les gusta lo que estaba escrito pues las tachaban o las cortaban o simplemente no se la entregaban a la Madre. A eso se llamaba censurar la correspondencia, pero yo no entendía por qué a los censores les podía parecer mal que la tía Mari llorase por culpa de Jonás. Más tarde, claro, comprendí que ese no era el problema.

    La segunda vez que Jonás mandó el dibujo de la batalla espacial de los platillos volantes la Madre le insinuó que debía dejar volar un poco más la imaginación, y que no estaría de más ver qué tal iba de caligrafía. Al Microbio no le gustaba escribir; en realidad, no le gustaba hacer nada que le recordara al colegio, incluido comer empanadillas. Mi hermano demostró, desde su más tierna infancia, una aversión al trabajo sólo comparable con su habilidad para que nadie lo notase. Luego, cuando estudié en la facultad, aprendí que la eficacia es justamente eso: obtener el máximo provecho con los mínimos recursos. Jonás era, ya desde bien pequeño, el paradigma de la eficacia. Pero incluso un cliente tan entregado como la Madre tenía sus límites.
    Así que después de los dibujos, Jonás atacó repetidas veces las variaciones Goldberg sobre un monotema: contar una semana en tres frases y media. Hasta que el Padre se cabreó.
    --Mira, Jonás, tu madre lleva dos meses fuera, y tienes que esmerarte un poco. Vuestras cartas son muy importantes para ella.
    --La Madre no está “fuera”: está “dentro”. Si estuviera “fuera” podría venir a vernos y viviríamos todos juntos como antes. Y esa –señaló a la Tía—se podría ir a su casa.

    La eficacia no está reñida con la audacia, pero esta vez se había pasado, como vino a recordarle de inmediato un pescozón veloz y sonoro. La paciencia del Padre tenía un límite, y cualquiera sabía que era sumamente fácil acercarse a él. Además, no había avisos, sólo la sanción radical de una colleja que te dejaba la nuca rabiando durante diez minutos.
    Así que a Jonás le tocaba ponerse a escribir y tener la fiesta en paz.
    --Mira, chaval, vas a escribir una carta como es debido y vamos a tener la fiesta en paz. –
    Si el Padre te llamaba “chaval”, es que la cosa estaba fea.

    Pero el Microbio, aparte de suerte, eficacia y propensión al ahorro, tenía carácter.
    --No.

    Y fue no. Ni la segunda colleja, ni el quedar castigado sin televisión una semana –y eso significaba El Virginiano y los Chiripitiflaúticos-- , ni los gritos trufados de maldiciones del Padre, ni la intercesión conciliadora de la tía Mari lograron que se atuviese a razones. Jonás se cerró en banda y sanseacabó.

    Me tocó entonces escribir doble, para suplir la ausencia del Microbio. Así que le conté con detalle a la Madre cómo se organizaba el juego de polis y cacos en el patio del recreo, usando como casa –y cárcel—las porterías del fútbol, y cómo cuando nos agarraban los polis formábamos una cadena enlazados por las manos, que se estiraba como una serpiente eslabonada en busca de la palmada que nos dejaba libres. De nuevo a la tía Mari no le pareció tan buena idea que le contara estas cosas, tal vez porque pensara que el de la censura podía creer que era algún tipo de metáfora. Ya habíamos estudiado las metáforas en clase de lengua, pero no acababa de entender a qué se refería Mari, ni que tenía esto que ver con el astro rey ni con las perlas de tu boca.


© foto: Techne

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Juegos de cartas (2)





    Antes de que viniera a vivir con nosotros, todos los domingos aparecía a comer la tía Mari, acompañada por lo común de Aurelio el frutero, un novio. Todo lo que tenía Mari de desgarbada y nerviosa, el brillo de los ojos pardos y la cabellera rebelde, lo tenía Aurelio de cachazudo, orondo y pausado. Era redondo en todas sus partes y todas sus acepciones: una calva redonda y brillante, una panza tersa y descomunal, mofletes como melocotones en almíbar y un pensamiento esencialmente circular, basado en dos pilares: no hay nada nuevo bajo el sol y mañana será otro día. Lo que no entiendo es cómo la tía Mari, todo brío y todo nervio, aguantaba a aquel pedazo de carne con ojos. Lo cierto es que hacían una pareja de mus absolutamente imbatible.
    Cada domingo asomaban para el vermú por el Mojácar, el bar de la esquina del parque. Cuando aprendí que el vermú era un tipo de bebida, me costó aún entender por que se llamaba así a la reunión del aperitivo de cada fin de semana, porque los padres tomaban cerveza, Mari y el Frutero chatos de tinto y los niños     cocacola con pajita y patatas fritas. Preguntas cómo esa --¿por qué siempre hay refranes que sostienen cosas contradictorias? o ¿si la televisión es mala para los niños, por qué los mayores la ven tanto?-- empecé a planteármelas a medida que embocaba el final de la niñez y a darles respuesta entre las brumas de la adolescencia. Para muchas, claro, sigo sin tener respuestas.
    La reunión de los domingos arrancaba del vermú en el Mojácar, atravesaba la paella del Padre que se demoraba siempre sobre el horario previsto para concluir, horas después, con los mayores sentados a la mesa con cuatro cartas en la mano y montoncitos de garbanzos dispersos entre las tazas de café y las copas de licor, mientras Jonás y yo veíamos en la tele “El Virginiano”. Era la hora del mus.

    --A la mano con un pimiento.
    --De una a dos
    --Veo…y no pierdo.
    --A llorar a los Paúles, Frutero.

    El arsenal de frases hirientes, latiguillos chulescos y desplantes histriónicos convertían la partida de mus en un teatro donde los adultos representaban ante nuestros fascinados ojos una obra emocionante pero incomprensible. El juego, como un mar de fondo, apenas se intuía, y uno tenía la impresión de que la baraja y los amarracos no eran más que una excusa para que los mayores pudieran hacer todo aquello que nos prohibían a los pequeños: chillar, insultarse, decir palabrotas, pegarse palmetadas en la espalda, reírse a carcajadas y enfadarse unos con otros. Mi ánimo se dividía entre la habilidad con el revólver del Virginiano --un hombre de temple, que sólo desenfundaba si la ocasión lo exigía y al que uno nunca se imaginaría jugando al mus con su amigo Trampas—y la pasión de la batalla campal que se desarrollaba sobre una mesa a escasos metros de allí. Para Jonás, en cambio, las lealtades estaban claras.

    --¡Callaros, que no se oye la tele!

    La Madre sacaba entonces a relucir sus mañas de profesora y sus resabios de primera de la clase.
    --Se dice “callaos”, Nene –le corregía.
    --¡Que os calléis! –replicaba el pequeño, triplemente enfurruñado, porque no le hacía ni pizca de gracia que le llamaran Nene, ni que no se obedecieran sus órdenes, ni muchos menos que le corrigiesen.

    Los mayores, conocedores del genio fiero de Jonás, se miraban, se hacían guiños y bajaban momentáneamente la voz, aunque el volumen no tardaba en volver a los niveles de antes, puntuados por ocasionales trallazos.

    -- ¡Ni mus, ni pollas!

    Yo era un avezado jugador de brisca, me defendía a las damas y conocía otro puñado de juegos de naipes: el cinquillo, la guerra, el burro, la pocha… Así que suponía que la partida de los mayores no encerraría misterio alguno, pero lo cierto es que por más que observaba las manos y los descartes, por más atención que ponían en el vaivén de naipes y bravuconadas, no conseguía sacar nada en claro. Preguntar, ni que decir tiene, estaba descartado. Ya lo había dicho un día el Frutero:

    --Los mirones, en el mus, son de piedra y dan tabaco.

    Mari y su novio solían jugar de compañeros, pero de vez en cuando se echaban reyes para cambiar parejas, y les tocaba juntas a la Madre y su hermana. Entonces las cartas no les regateaban ni una sola vez la suerte, y hacían de la partida un paseo triunfal, más humillante para los hombres porque ellas ni siquiera abusaban de las ofensas verbales. Era tal la superioridad de las mujeres que en vez de hurgar en las heridas, como parecía requerir el juego, casi se disculpaban, pero en las caras del Padre y el Frutero se veía bien a las claras que hubieran preferido, de lejos, un “Se dan lecciones de mus, los martes de 6 a 7” a los modales gentiles y condescendientes de las chicas.
    Para cuando acababa la partida, el Virginiano ya se había cargado a los malos y Trampas, su fiel mano derecha, era objeto de alguna broma pesada. Entonces nos acercábamos los niños a la mesa y echábamos todos juntos una brisca o un cinquillo.



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Juegos de cartas (1)




    Cada tanto, al menos tres veces al año, llegaba de Galicia una carta. La encontrábamos depositada entre los cojines de la cama, bien visible --la madre se encargaba de eso--, con nuestras señas escritas en inconfundible caligrafía inglesa. La verdad es que nadie salvo el abuelo Antonio nos mandaba cartas –si acaso, alguna vez, una postal de alguno de los tíos que anduviera de viaje--, así que no había mayores misterios que justificaran nuestra emoción. Pero el sobre en la almohada desataba inexorablemente una pelea.

    --Me toca a mí.

    Esa frase era el reconocimiento de un fracaso, pues sólo la pronunciaba el despojado, y sólo el que se había hecho con el sobre podía dictar la sentencia, no siempre razonada, del caso.
    --Mentira. Tú la abriste la otra vez.

    En seguida se oía rasgar el papel, los dedos que hurgaban curiosos entre los pliegues y la exclamación que celebraba el hallazgo. En realidad, las cartas del abuelo no decía gran cosa, aunque siempre eran divertidas.


Queridos nietecitos:
Ha llovido tanto esta primavera que a la abuela Julia le han salido ramas en los postes del tendal. De esas ramas han nacido unos brotes, y allí ha plantado un nido una mal parida urraca –también llamada picaza --- que le caga las sábanas en cuanto nos descuidamos.
Al borrico Sebastián le han crecido las orejas tanto que he pensado cortárselas por la mitad para hacer un gorro por si alguno de los dos no estudia como es debido. Aunque sé de sobra –y tengo informes de buena tinta de calamar al respecto—que sois hombres cabales que no darían ese disgusto a sus padres.
Me ladra al oído Napoleón que os dé un lametón en las rodillas peladas, y la abuela Julia os manda un beso tan grande como la bolla de manteca de los domingos.
Sed malos, que ya sé que sabéis.
Besos de vuestro abuelo que lo es,

Antonio

Post-data: No olvidéis despegar con cuidado el sello que franquea esta carta. ¿A que es bonito?



El secreto de las cartas del abuelo Antonio es que siempre llevaban un billete dentro. Normalmente marrones, de Gustavo Adolfo Bécquer, que debíamos entregar a los Padres para su canje. Parte del dinero acababa en la hucha pero, con suerte –o lo que es lo mismo, si el Padre llegaba tarde a casa--, conseguíamos al menos quince o veinte pesetas para el gasto. Día de fiesta mayor con el pipero o, mejor aún incursión en la juguetería de la señora Lola, una versión modesta y con mostrador de las tiendas del centro, pero aún así poblada de mil cachivaches, indios o cometas pidiendo a gritos un dueño.
De aquellas cartas del abuelo Antonio me ha quedado el gusto por la correspondencia, que aún hoy conservo, aunque sea adaptado, de mala gana, a ese sucedáneo mecanografiado que son los correos electrónicos. Sólo la rapidez de la entrega y la inmediatez de la respuesta presentan alguna ventaja sobre la cadencia de la pluma sobre el papel, el juego de doblar los folios para el sobre y sobre todo la ilusión infantil de encontrar un envío franqueado y personal encima de la cama.


© foto: R Coder

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Dinero (y 3)




    Los domingos tocaba paga. Por riguroso orden de edad, pasábamos al despacho del Padre a recibir el importe de la asignación: cinco pesetas, en aquellas fechas, daban de sí lo suyo. Golosinas –regalices, mis añoradas pastillas de leche de burra--, tebeos, kikos y bolsas descomunales de pipas de calabaza, petardos, algún helado si era temporada y una bolsa de soldaditos de plástico. El inventario completo que el pipero, un señor malencarado, cojo y desconfiado, reunía en un gran cesto de mimbre colocado sobre un taburete plegable, en la plaza del kiosko, en la frontera norte del barrio.
    Recién desayunado y aún en pijama el padre nos recibía ante su mesa, con as monedas en una mano y en la otra una hucha. Era el momento de la pregunta fatídica de todas las semanas.
    --¿Cuánto dejamos hoy para la hucha?

    Tardé bastante en descubrir que “Nada” no era la respuesta que esperaba oír el Padre. En realidad, fue la primera vez que aprendí algo de mi hermano pequeño. El Microbio mostró una temprana y marcada propensión al ahorro –casi tanto como yo al gasto—que al Padre le parecía de perlas. Así que siguiendo el ejemplo de Jonás descubrí un nivel de equilibrio aceptable: yo ahorraba una peseta de las cinco, y Jonás guardaba cuatro y reservaba una para las visitas al pipero. Lo cual tenía su guasa, porque luego se empeñaba en compartir mis gominolas, los tanques de plástico y el DDT en que yo invertía cada semana lo que había podido arrancarle al sector financiero. No es que me importara, pero tenía mis reticencias a subvencionar al primer gorrón con el que me tropecé en la vida, el primero –ahora que lo pienso—de una larga lista. En el cuento de la cigarra y la hormiga, lo tengo claro, a mi me tocaba el papel de la pródiga cigarra y además financiarle los caprichos a una hormiga microbiana, presumida y rácana. Por eso no me sorprendió que años más tarde Jonás iniciara una brillante carrera como empleado de una caja de ahorros, con dieciséis pagas al año y toda clase de bonificaciones.

-----------oooOooo----------


    Aquel domingo, después de comer, el Padre estuvo sentado con nosotros viendo un nuevo episodio de Viaje al fondo del mar: un pulpo descomunal aferraba al Seaview con sus tentáculos y esta vez no valía el truco de la inmersión. La presión del agua aumentaba a medida que el cefalópodo sumergía la nave a cada vez más profundidad. Pero al final el Capitán consiguió engañarla soltando no sé qué por los lanzatorpedos y la tripulación pudo volver sana y salva a la superficie. O sea, como todos los domingos.
    Entonces el Padre nos propuso una partida de Scalextric. Montamos el circuito grande, en ocho, con los dos puentes, y empezamos a echar carreras por turnos. La verdad es que el Padre no conseguía ganar ni una, y yo me preguntaba si tendría algo que ver con el hecho de que la tía Mari y él llevaran unos días sin hablarse. Desde la noche en que vino con el regalo, y después salió de celebración.
    La Tía no nos había dicho nada, pero aquella mañana cuando fuimos a entrar al dormitorio para darle al Padre los buenos días antes de salir para coger el autobús del cole nos dijo que no merecía la pena.

    --Vuestro padre no está, andará por ahí de juerga, todavía.



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Dinero (2)






    --¿Por qué dijo el Padre que parece que no te guste que le vayan bien las cosas, Mari? --le pregunté mientras nos arropaba en la cama, después de contarnos un cuento del libro gordo de los Hermanos Grimm: el de los tres pelos de oro del Diablo, uno de mis favoritos.

    --No es que no me guste, corazón. Me gusta, pero me acuerdo de vuestra madre, que estará allí triste, y me da coraje que podamos estar contentos y ella no esté aquí con vosotros para verlo.
    --Ella también se pondrá contenta cuando lo sepa ¿no? –respondí.

    Jonás se había quedado pensativo.

    --Mari, –dijo al fin-- ¿tú crees que si devolvemos el Scalextric mamá volverá antes?

    La tía no respondió, pero le dio un abrazo de esos de estrujar, le llamó tonto y salió corriendo del cuarto.

    --¿Ves como eres tonto, Microbio?
    
    Luego me dio un almohadazo, y empezó la guerra, como casi todas las noches. Sólo que aquella vez no entraron a abroncarnos ni el Padre, que había salido, ni la tía Mari.


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Dinero (1)






    Aquello no se veía todos los días: el Padre entrando por la puerta a las seis de la tarde, con un enorme paquete bajo el brazo y una sonrisa que se le salía de la cara.

    --¡Chicos! ¡Mirad lo que os traigo!

    El Microbio y yo dábamos tales saltos para arrebatárselo de las manos que al final le hicimos rodar por el suelo. Pero no se enfadó: al contrario, se reía mientras nos ayudaba a desgarrar el papel de envolver. No es que nos hiciera falta ayuda, ni tampoco que el Padre no supiera lo que había dentro. Simplemente, imagino, quería participar de nuestra emoción. No era para menos: según el Padre, los regalos eran para las ocasiones. Incluso se enfadaba cuando el abuelo Antonio se presentaba con juguetes en alguna de sus visitas. Así que, si se presentaba con aquel enorme envoltorio, es que había algo grande que celebrar.

    --¡Hala! --exclamé.
    --¡Haláaaa! – completó Jonás.

    Era el Scalextric. Monza. Dos circuitos posibles, con cuentavueltas eléctrico, chicanes, puentes de cartón-ladrillo y dos MacLaren de Fórmula 1: el rojo para Jonás y el azul de Jackie Stewart para mi. El mejor regalo que recuerdo.

    --Me pido el azul –se me anticipó Jonás.

    Estaba tan contento que ni siquiera quise disputárselo. Tiempo habría. Cuando la tía Mari asomó por la puerta ya estábamos peleándonos con las pestañas de las piezas que iban dibujando un circuito mágico, de un negro rugoso y surcada por dos raíles brillantes. La pista iba cobrando forma aunque, como descubrimos pronto, no la forma adecuada.

    -- Vaya, cuñado, llegó Papá Noel antes de fechas.

    Todos hicimos como que no habíamos captado el retintín que cargaba esa palabras. El Padre se levantó del suelo, sonriente y exhausto.

    --Sí. Hemos vendido una campaña a la Pénsil, y la cosa pinta pero que muy-muy bien. Anda, llama a la vecinita que esta noche salimos a festejar.
    --No tengo ganas –dijo volviéndole la espalda.

    El Padre siguió a la tía Mari a la cocina, mientras nosotros nos peleábamos con las piezas. Ni siquiera regresaron cuando empecé a pelearme con Jonás, aunque cada vez gritábamos más.
    --Trae, que no sabes.
    --Sí que sé, imbécil.
    --¡Te voy a destrozar, Microbio!

L    uego vino el Padre, ya sin la sonrisa, aunque aún de humor para ayudarnos a arreglar el desaguisado. Conseguimos montar la pista, conectar los cables y arrancar las primeras vueltas, accidentadas primero, porque los empalmes de las guías metálicas no estaban bien hechos, y después porque faltaban los peraltes. El Padre lo fue arreglando todo y pasamos dos horas viendo circular los bólidos, cada vuelta más rápidos, antes de que la Tía nos avisara para cenar.

    --Jooooo.

    Pero la Tía no estaba para bromas.

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Tiempo detenido (y 3)




    Tardamos unos diez minutos en encontrarle. Para entonces a la tía Mari no se le entendían la mitad de las palabras, había movilizado a todos los dependientes de la planta y estaba pidiendo un teléfono desde el que llamar al Padre a la oficina. Jonás se había distraído en la parte de los balones, y cuando aquella dependienta le preguntó dónde estaba su mamá no se le había ocurrido nada mejor que decirle que estaba en la cárcel, pero que no había que decírselo a nadie. La mujer se lo llevó a la cafetería mientras avisaba a los vigilantes, así que finalmente el enano se pudo pedir su chocolate de taza con tostada.
    Cuando llamaron por los altavoces la tía Mari me arrastró a la carrera hasta la cafetería, pero luego se puso tan nerviosa abrazando a Jonás y llorando que se le olvidó completamente pedir otra taza para mi. Pensé que quizá no era el mejor momento para recordárselo, y que ya que nos íbamos a volver a toda prisa a casa nos tocaría ir otro día para acabar las compras. Jonás no era muy consciente de la que había liado, pero yo sí. Para algo era el hermano mayor.
    --Te la vas a cargar, Microbio.


    No se la cargó. Al contrario, el Padre se rió mucho de toda la historia, y le dijo a la tía Mari que había que tener mucho cuidado con nosotros, pero que no se preocupara. También le dijo que estaba afectada por el síndrome de Chencho, pero yo no supe a qué se refería hasta que a la Navidad siguiente echaron en la tele La gran familia. Bueno, lo del síndrome tardé algo más en averiguarlo, incluso.

    Aquella noche, después del cuento, Jonás seguía de un humor envidiable.

    --¿Ves?, no me la he cargado.
    -- Hoy puede que te hayas librado, Microbio, pero mañana te castigan seguro.

    Como se echó a reír no pude evitar sacudirle un almohadazo con todas mis ganas. Entonces se echó a llorar, y vino el Padre y me castigó sin dibujos para una semana. Y antes de dormirme pensé que, si era así como estaban las cosas, las cosas no me gustaban nada.



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Tiempo detenido (2)



    Aquella tarde tocaba ir de compras. La Madre tenía una idea muy precisa de cómo se iba de compras: consistían en meterse en el coche, enfilar hacia el Corte Inglés de Generalísimo y, una vez allí, ir pasando por diversas plantas: zapatería, papelería, menaje del hogar, señoras y confección de niños, de donde debíamos salir con un par de pantalones y un par de camisas cada uno, un jersey y, según la temporada, una cazadora o tal vez un abrigo.
    --A ver, Manuel ¿te gusta éste? –preguntaba exhibiendo un pulóver de rombos naranjas.
    --Pues no.
    --A mí sí me gusta, Mami –decía el pelota de Jonás.
    Total, que ya teníamos jersey de rombos para la temporada. Aquellos eran tiempos en que no se habían inventado aún los psicólogos ni la matraca de que había que respetar la individualidad y el gusto de cada niño, así que el modelo elegido se compraba siempre por duplicado, dos tallas menos para Jonás que para mí, y nuestra opinión rara vez era un factor de peso. La única forma de evitar que se nos vistiera con estricta uniformidad era que no hubiera tallas para los dos. O montar un estropicio de órdago, pero con la madre esa era siempre una opción de riesgo.
    La tarde de compras tenía sin embargo dos alicientes que la Madre administraba sabiamente: el chocolate de taza y una tostada con mermelada en la cafetería era uno. El otro, el más importante con diferencia, era la visita a la sección de juguetería, con tiempo suficiente para curiosear entre los anaqueles, toquetear lo que se pudiera y apuntar mentalmente los deseos para la próxima entrega, ya fuera Navidad, fin de curso o el cumpleaños.
    La expedición se repetía dos veces al año, normalmente en otoño y primavera, salvo que un estirón fruto de una convalecencia impusiera una visita fuera de calendario. De todo esto, claro, la tía Mari, no sabía casi nada. Para ella ir de compras era montarse en la camioneta hasta Cuatro Caminos y tirar Bravo Murillo abajo entrando en un montón de tiendas distintas pero sin comprar nada.     Llevábamos un montón de rato, no teníamos aún ni siquiera los zapatos y nadie nos había ofrecido la preceptiva merienda, así que Jonás y yo empezábamos a estar mosqueados. Muy mosqueados. Nos arrastrábamos rezongando, obligados a cargar con alguna bolsa y rabiosos y hambrientos como hienas en año de sequía. La tía Mari se desesperaba pero – adulta al fin y al cabo—no se le había ocurrido algo tan sencillo como preguntarnos.
    --Allí -gritó Jonás, señalando al Corte Inglés.
    --¿Allí? –pregunto la tía Mari.
    --Claro, allí hay zapatos y tostadas –expliqué yo.

    No costó mucho convencer a la Tía, y una vez en los grandes almacenes la condujimos astutamente hacia la planta de juguetería. Allí se encontró con alguien conocido y, mientras pegaba la hebra, Jonás y yo nos pusimos a trastear entre madelmans y fort-apaches. Yo me quedé mirando la Misión Safari, con su explorador de salacot, su jeep, su tienda de campaña de lona crema y su porteador negro con fez rojo. Allí me tiré un rato largo echando cuentas mentales de mis probabilidades de conseguir semejante maravilla si lograba colocar un par de notables en mi boletín de notas. Cuando me aburrí, me acerqué a la tía Mari, que seguía de palique, y le anuncié con la mayor calma –la Madre siempre insistían en que no debía ponerme nervioso— que Jonás no estaba. Me pasó la mano por el pelo y siguió hablando. Luego se quedó callada, miró a su alrededor, se agachó y me miró con los ojos muy abiertos.
    --¿Cómo que no está?
    -- No está. –expliqué – Y no sé dónde ha ido.

    Se puso en pie de un salto, miró a todos los lados a la vez, y se puso a gritar.
    --¡Jonás! ¡Jonás!
    --Tranquila, mujer, ya verás que aparece –le decía su amiga.
    --¡Jonás! ¡Jonás! –chillaba la tía, cada vez más nerviosa.


© foto: Juanillo

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Tiempo detenido (1)






    La tía Mari se instaló en casa a los pocos días de que detuvieran a la Madre. Yo la echaba de menos, pero era sobre todo Jonás quien lo pasaba peor. Ni siquiera hablaba de ello, que es lo que hacía cuando algo le daba miedo de veras.
    El Padre nos llamó a su despacho y nos explicó cómo estaban las cosas.
    --Y así es como están las cosas.

    Luego se quedó callado y nos miró como si no estuviera seguro de haber encontrado las palabras justas. Entonces Jonás preguntó si podíamos merendar     Nocilla ahora que no estaba la Madre, porque ella siempre nos dejaba. El Padre le dio un abrazo y le dijo que sí, que claro. También me abrazó a mi y me dijo que ahora tenía que demostrar que era el hermano mayor, cuidar de Jonás y ayudar a la tía Mari. Nos dimos otro abrazo y nos fuimos todos a la cocina a prepararnos un bocadillo extragrande de Nocilla.
    Intuyo que Jonás no entendía bien cómo estaban las cosas. La explicación del Padre tampoco ayudaba mucho, porque si la Madre no había hecho nada malo, no se entendía por qué se la había llevado la policía. En Hawai 5.0, que era nuestra referencia en materia policial, siempre que detenían a alguien era porque había hecho algo verdaderamente malo. Tampoco se entendía por qué no debíamos decir nada en el colegio. Aunque la Directora debía de saber algo de cómo estaban las cosas, porque unos días después nos llamó estando en el recreo y en vez de castigarnos o hacernos tests –que era lo que solía pasar cuando uno iba a Dirección—nos preguntó muy seria cómo estábamos y nos revolvió con rara ternura el pelo antes de mandarnos de vuelta al patio.
    A la tía Mari, que también sabía cómo estaban las cosas, hubo sin embargo que explicarle montones de ellas. Como que los lunes y miércoles tenía que meternos el kimono de judo –y mi cinturón amarillo-naranja—en la bolsa de gimnasia. O que las porras que vendía el churrero que asomaba a la reja del colegio en el recreo de la mañana valían cincuenta céntimos, pero que eso no iba incluido en la paga. O que a Jonás para que no se meara en la cama había que levantarle todas las noches a eso de las doce y ponerle a hacer pis, porque si no amanecía mojado y avergonzado. O que a mí había que revisarme los cuadernos, porque a veces se me olvidaba qué traía de deberes.
    Salvo esos detalles, apenas cambiaron las rutinas de la casa. Yo recuerdo, eso sí, que aquel invierno hizo mucho frío. Pasé muchos ratos pintando con los dedos sobre el vaho que se formaba en el cristal de nuestra habitación, mirando hacia la calle y pensando. Me preguntaba por ejemplo si en la cárcel tendrían televisión y podrían ver Viaje al fondo del mar, porque a la Madre le gustaba sentarse a verlo con nosotros los domingos por la tarde. La cárcel, pensaba yo, debía ser como el Seaview, un submarino estrecho donde la gente dormía en literas y cada poco alguien gritaba ¡inmersión!. Pensaba que me gustaría tener un periscopio para ver qué pasaba allí fuera y que era un rollo ser pequeño, no entender bien cómo estaban las cosas y tener que callármelo porque se suponía que ya me lo habían explicado.


© foto: El Primo

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La célula ( y 3)



    Cuando Amalio montó el guiñol llevábamos un buen rato jugando, así que no le costó mucho hacernos sentar frente al umbral donde una silla cubierta con una toalla simulaba el escenario. Por allí empezaron a asomar diversos personajes que había ido recogiendo por el cuarto para montar la función: el madelman de la Policía Montada del Canadá y otro de hombre-rana, un oso de peluche, un pelotón completo de marines de plástico verde unidos con gomas a un palo, una bruja con verruga y una caperucita calva que eran los únicos guiñoles que nos quedaban. Pero la estrella fue el esqueleto del El cuerpo humano, al que se le saltaban los huesos a medida que iba presentando los distintos cuadros.
    -Brrrrr. ¡Qué frío hace aquí! Me tiritan hasta las tibias ¿No tenéis frío, niños? –decía el esqueleto con voz quebrada.
    -- ¡Nooooo! – gritábamos todos, partidos de la risa.
    --Hummmm, ¡Qué hambre! Me he quedado en los huesos. ¿No quedará por ahí una medianoche de jamón-york para un pobre esqueleto famélico?

    No entendíamos ni la mitad de las cosas que decía el Señor     Huesitos –como llamaba Amalio a su personaje— pero me reía con ganas, porque hablaba con voz de falsete y de vez en cuando se le caía una pieza al suelo, lo que celebrábamos con risotadas y pateos. Hasta los mayores se habían asomado al pasillo para oír sus ocurrencias.
    Recuerdo sobre todo a Caperucita tratando de huir del Policía Montado que la perseguía por subversiva.
    --¡Ja-ja-ja, subversiva! –repetía el Gordo Varela antes de preguntarme --¿Y qué es subversiva?
    Yo me encogía de hombros, aunque conociendo a Amalio estaba seguro de que esa era una de las palabras de aquel lenguaje extraño que se hablaba en mi casa. Tal vez fuera alguna de las cualidades de la célula. O un tipo de célula, tal vez: musculares, nerviosas, óseas y subversivas.
    El Montado no paraba de preguntar:
    --¿Vieron a esa roja de Caperucita? –subrayando mucho el roja.

    Todos gritábamos “Se fue por allí”, señalando al lado contrario. Finalmente, el policía logró agarrarla, con la ayuda del pelotón de marines. Entonces sonó un redoble de tambores --Amalio era experto en hacer ruidos con la boca—y empezaron a agolparse personajes en el escenario: el hombre-rana, el oso de peluche, un Mortadelo recortado en cartón y otros más que no habían aparecido hasta entonces. Rodearon al Montado, a la vez que gritaban:
    --¡Libertad para Caperucita!

    Los niños nos sumamos al coro, y los mayores del pasillo, entre carcajadas, de modo que en un momento creció un estruendo de risas y gritos.

    --¡Li-ber-tad para Cape-rucita!

    Hasta que la Madre apareció de pronto, sofocada.
    --¡Amalio, joder, que se oye todo!

    Así que dirigidos por el Señor Huesitos, los personajes se abalanzaron sobre el Montado y los marines, que saltaron por los aires, la Caperucita calva fue liberada y paseada a hombros entre los aplausos del público y el esqueleto inició su monólogo final, solemne y dramático:

    Un fantasma recorre Europa
    y las viejas familias cierran las ventanas,
    afianzan las puertas,
    y el padre corre a oscuras a los bancos,
    y el pulso se le para en la Bolsa

    Recuerdo que lo escuchamos embobados, porque era un poema tremebundo, plagado de barcos, bodegas, tiros, viento y estepas. Hasta acabar:

    Un fantasma recorre Europa,
    el mundo.
    Nosotros le llamamos camarada.

    No hubo aplausos, sólo silencio. Hasta Amalio asomó la cabeza sobre la silla, extrañado. Entonces volvió a sacar al Señor Huesitos, que le dijo a mi prima Bea:

    --Mmmm ¿quién es esta niña tan guapa? Creo que me muero por sus huesos.
-----------oooOooo----------


    Después de aquello, la Madre se pasó un rato jugando con nosotros, contándonos que el Señor Huesitos estaba medio loco y no decía más que insensateces. Estaba claro que no quería que los niños volvieran a sus casas contando lo que habían visto en el guiñol. Así al menos lo entendí yo, y enganché en un rincón a Joserra, a Manolito el Pera, al Lindo Galindo y al Gordo Varela y les dije muy serio:

    --Como alguien se vaya de la lengua con lo del guiñol le voy a tener que partir los hocicos. Eso va a ser un secreto de nuestra célula ¿está claro?

    No me costó convencerlos. Sólo tuve que explicarles de qué se trataba , y les gustó el detalle delos códigos y el saludo secreto. Así quedó constituida nuestra célula. La célula “los Camaradas”.






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La célula (2)






    La tía Mari ingresó en el partido el día que Jonás cumplió diez años. Según supe más tarde, la habían captado la Madre, después de discutir mucho con Amalio –también llamado el Responsable—si estaba preparada, si tenía la fibra y el aguanta y no sé cuántas cosas más que había que tener. Lo que sí recuerdo es a la tía Mari viniendo por casa todas las tardes una temporada, trayendo libros que devolvía a la madre todos subrayados y llevándose otros nuevos, discutiendo cosas que ni siquiera yo, que era dos años mayor que Jonás, entendía bien. El día del cumple, Amalio organizó un guiñol para los niños que habíamos invitado.
    Según iban entrando pasaban fugazmente por el salón donde los Padres ajustaban la hora de la recogida y ofrecían botellines a los otros padres. Allí solía hacerse la entrega del regalo, tímidamente, sin solemnidades, casi bruscamente. Así vestidos y tan modosos no había forma de reconocer a los compañeros. Si era un paquete plano, como de 35 por 20 y tapas duras, uno ya sabía que era un Tintín, un Asterix o un Mortadelo. Tocaba entonces abrirlo deprisa y –con suerte—podías exclamar satisfecho : “Hala, no lo tengo”. A medida que iban llegando los amigos era más probables que el proceso de desgarrar el papel con ansia, buscando unas letras o un dibujo delator concluyera en una mueca de fastidio y un resignado “Ya lo tengo”. Entonces la Madre te daba un capón sonreía a la madre del otro y siempre, siempre, decía: “No, seguro que no lo tienes”. Y la otra “Se puede cambiar” y sacaba a relucir un vale, un modelo que conocíamos bien y que permitía cambiar el tebeo en la papelería del barrio por algún otro, o una caja de lápices Alpino.
    Para entonces, lo normal es que los niños ya nos hubiéramos instalado en el cuarto, ante unas fantas o unas cocacolas y una bandeja de mediasnoches a las que nadie –salvo el Gordo Varela—hacía el menor caso. La ronda de reconocimiento se iniciaba por la inspección de tebeos, y seguía por las cajas de los juguetes, o los tambores de detergente repletos de indios, soldados de varias guerras mundiales y caballos con y sin montura. Finalmente, el descubrimiento de algo que llamaba la atención:
    --¿Lo saco?
    --Vale.

    Dos minutos después los abrigos estaban arrebujados sobre la cama, la compostura inicial desaparecía como por ensalmo y los vasos de papel con la fanta peligraban en las esquinas de la mesa o en el mismo suelo. No tardaba en llegar un adulto a pedir que bajáramos un poco el volumen, pero el guirigay no cesaba hasta que sonaba de nuevo el timbre de la calle, anunciando un regalo y con él un nuevo amigo dispuesto a sumarse a la diversión.


© foto: Allegr0

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