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Sueños eurovisivos


    --¡Comerme la polla!
     La presentadora, alta-rubia-fragante apenas logra dominar los nervios. John Culebra, mano al paquete.
    --¡Que me comís la polla!
    --No-no-no, cariño, esto no puede ser.
    --¿Qué no? ¿sabes lo que te higo?
    --De ninguna de las maneras.
    --¡Comerme la polla!
    --¿Ves? Ya lo has hecho otra vez.
    --¿De qué vas, Rubia?
    --No puedes decir eso: la forma correcta del imperativo es "Comedme la polla."
    --¿En serio?
    --Pues sí, cariño, y eso son cosas que un aspirante a estrella internacional no puede olvidar. Se dice "Chupadme" (al público) ¿Verdad que sí?

    --¡Que se la chupe, que se la chupe, que se la chupe!

    --¿Ves, cariño?"

En el control, un director de programas se frota las manos pensando en el share y, al otro lado de la pantalla, Lázaro Carreter se rie desde la tumba y Amando de Miguel masculla que luego nos extrañamos de los resultados del informe PISA


© foto: BartPogoda

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Los viejos no bailan country




    No creo haberlo contado aquí, pero tengo algunos problemas con los hermanos Coen. Quiero decir, con sus películas. El primero es el mismo que tengo con Tarantino, y tiene que ver con su tratamiento de la violencia: tanta distancia ponen, que tiendo a pensar que la trivializan, y a mi el caso es que la violencia no me parece un tema para muchas trivializaciones. Claro que con Tarantino el juego es tan brutal, tan claramente pasado de rosca, que sólo puede ser irónico (o psicopático). Así que prefiero pensar que es irónico. Los Coen, en cambio, están más en la cuerda floja. Como comprenderás, es un problema ético, no estrictamente cinematográfico.
    En lo que se refiere a su cine, en general me encanta porque arriesgan, a menudo de una peli a otra, como casi nadie en Hollywood ahora mismo. Creo que nadie. Son un poco como Almodóvar pero sin mundo propio y con mucho mejores guiones. Lo malo de arriesgar es que a veces aciertas (Fargo), otras la cagas (El hombre que nunca estuvo allí, Barton Fink), y otras acabas haciendo películas de culto (El gran Lebowski y, en mi opinión, O' Brother).
    El caso es que hace poco vi Un tipo serio: lo pasé estupendamente, algo sorprendido de que la sala apenas riera los lamentables disparates que le iban ocurriendo a uno de los desconcertados más creíbles que he visto en una pantalla. Después, tiré de DVD para recuperar alguna vieja gloria (Arizona baby, que envejece con gracia y dignidad), más alguna que se me había pasado (No es país para viejos), y ando detrás de Quemar después de leer.
    No country for old men se me había pasado, y debería lamentarlo, porque la peli es fascinante desde el mismo arranque. Aunque tenga algunas lagunas en la historia (o quizás gracias a eso). Bardem está que se sale (ese Anton Chigurh con su botellita de gas es un malo de antología)y uno de los protagonistas --el pobre vaquero que encuentra al diablo en forma de maletón (satchel) lleno de billetes del que se resiste a desprenderse-- tiene un nombre de lo más extraño: Llewelyn. Hubiera dicho que era puro far west, pero no sentí la curiosidad de averiguarlo. Hasta que se me cruzó de nuevo el nombre en un texto sesudo (The power and the word, de Roger Andersen): Llywelyn, el último príncipe (auténtico) de Gales.

    El título del post se lo tomé prestado a Buenafuente.

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Haití


    Ya son muchos años escribiendo estas ideas, y unas cuantas las catástrofes --naturales o políticas-- que hemos vivido juntos. Ahora --parece hace ya tanto, pero aún es ahora-- es Haití. Y sin embargo, cada vez que una nueva llama a la puerta me hago la misma pregunta ¿qué hacer? Hay cosas evidentes, claro, pero esas las sabemos todos y cada cual las hace como mejor entiende. Pero no me refiero a eso. Lo que quiero decir es ¿qué hago como persona que tiene esta mínima ventana de comunicación al mundo? Como bloguero: ¿Comparto mi pesar, mi estremecimiento ante las cosas que pasan y las imágenes terribles que nos llegan y las cifras escalofriantes y los testimonios dramáticos? ¿Hago un llamamiento urgente a la solidaridad o la reflexión? ¿O sigo hablando de mis cosas como si tal?
    Cuando daba clases, solía dedicar un rato, a veces una clase entera, a hablar de la noticia, compartiendo conocimientos y sensaciones con los estudiantes, intercambiando estupores, reflexionando sobre las causas y los efectos y los concomitantes y los contextos. Al menos eso permitía librarse de la sensación punzante de no hacer nada más allá de mirar la pantalla y recabar más datos que no añadían gran cosa a lo sabido: el desastre. Un desastre especialmente duro con los débiles y que se ensaña con los pobres.
    Ahora, sin embargo, no tengo siquiera ese recurso. Sólo la misma sensación de que tan inútil es añadir retórica al lamento colectivo como mezquino hacer como si nada ocurriera. La sensación de no saber qué hacer. Aparte de lo urgentemente evidente, claro.




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