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La célula (1)






    De todas las asignaturas de cuarto, la que más me gustaba, con diferencia, eran las Ciencias Naturales. Y no porque Maite, la profesora, pintase con tizas de colores en la pizarra figuras fascinantes de animales destripados, esqueletos de murciélago, secciones de flor, que luego debíamos copiar con esmero en cuadernos cuadriculados. Me encantaban los misteriosos nombres de cada una de las partes --exoesqueletos, élitros, buche— enlazados con flechas de trazo recto al punto correspondiente del dibujo. Pero no era eso; ni siquiera que se me diera bien aquello, y Maite siempre buscara una esquina de la hoja para plantar con su caligrafía de persona mayor un MB con rotulador rojo que me llenaba de orgullo. Ni siquiera porque Maite nos llevara de excursión, como aquella de primavera, al pinar en busca de “ejemplares” para el herbario, y bichos que nos dejaba conservar en tarros de cristal. Tampoco porque fue en Naturales donde el Indio Galindo inició la moda de vaciar las tizas con un plumín para fabricar ataúdes para las moscas que cazábamos al alzar el vuelo. En realidad, lo que me gustaba de la clase de Naturales eran las camisas de Maite, la profesora, y su aroma espeso a perfume cuando se     inclinaba sobre mi cuaderno cuadriculado para calificar –siempre un MB—el croquis del ornitorrinco o la taxonomía de los vertebrados. Olía mucho mejor que mis tías abuelas cuando venían de visita, y que la Madre, que rara vez se perfumaba. Olía tan bien que mareaba, y aún hoy me pregunto cómo no se daría cuenta de la cara de bobos que se nos ponía, y de los ojos que trepaban nerviosos por la hilera de botones de la blusa buscando --y ahí estaba-- el abultamiento que dejaba asomarse aunque fuera fugazmente a un rincón del sostén satinado.
    Me gustaban una barbaridad las Ciencias Naturales, y procuraba no perder ripio de lo que decía Maite porque sabía que al final acabaría inclinándose sobre mi cuaderno para regalarme una vaharada de olor a mujer y un paseo robado por su escote. Antes de eso, como una promesa, sus andares de gata sobre tacones al moverse entre las filas de pupitres, los dóciles vaivenes de sus curvas mientras pintaba de colores la pizarra y la sonrisa de blanco intenso enmarcada con brillos de carmín. Su voz dulce:

    --La célula es la unidad más pequeña dotada de vida propia.

    No recuerdo si aquel contundente enunciado acompañaba al dibujo planto de un paramecio con sus cilios al viento o a una ameba informe con su núcleo, membrana, plasma y mitocondrias. La unidad básica de la vida: la célula.
    Célula era una palabra que ya había oído pronunciar en casa, pero no me parecía la misma cosa. De lo que hablaban a veces los Padres, cuando pensaban que no escuchábamos, enfrascados como estábamos en el Monopoly, era algo que estaba formado por personas que “se integraban” en ellas: las células “se constituían”, “captaban” y “caían”. Pero los niños nunca dejábamos de escuchar, ni siquiera cuando la ficha azul caía en la Gran Vías y tocaba pagar 10.000 pesetas de multa y vender unas casitas de la calle Amaniel para reunirlas. Como lo tenía fresco, alcé la cabeza, orgulloso, y repetí solemne:

    --La célula es la unidad más pequeña dotada de vida propia.

    De primeras, los Padres se callaron, sorprendidos. Luego el Padre se rió y tía Mari me revolvió el pelo con la mano me revolvió el pelo con la mano, y se largaron a la cocina para seguir hablando. Cuánto les gustaba hablar a los mayores. Yo, en cambio, podía pasarme horas en silencio. Jonás no; Jonás debía ser como un mayor, aunque era mi hermano pequeño.
    Había más palabras que en casa parecían significar algo distinto. Los mayores las decían casi siempre bajando la voz. Tal vez pensaban que así no les prestaríamos atención. Una caída, por ejemplo; no entendía entonces bien de qué se trataba, pero no cabía duda de que era algo serio, no algo de lo que pudiera uno reírse como el batacazo que se pegó Joserra con la bici cuando se le plantó uno de la panda de Efrén en mitad de la cuesta y anduvo todo un mes con el brazo escayolado, cubierto de firmas y hasta un caballo con alas que le dibujó el Orejas Muñoz. Las caídas de las que hablaban los mayores eran algo más serio, dramático incluso, a juzgar por el semblante con el que la Madre contaba que Fulanito o Menganita, o los de Standard, habían caído. Un salto, en cambio, era reunirse en la calle a dar gritos y tirar octavillas, y debía ser de lo más emocionante porque la Madre volvía siempre sofocada, pero feliz, y se abrazaba muy fuerte al Padre o a la tía Mari cuando les veía entrar por la puerta. Pero lo más distinto de todo era el partido. No era de copa de Europa, ni de baloncesto. El partido sonaba en casa con mayúsculas y era algo dotado de líneas, de cuadros, de estructura y de cúpula. Algo muy geométrico, en suma, pero que no tenía nada que ver con lo que estudiábamos en la clase de mates. El partido tenía, como las personas, voluntad, capacidades y fuerza; también, aunque rara vez, cometía errores. El partido era algo importante incluso en las vidas de Jonás y yo, aunque no jugábamos en él ni supiéramos a ciencia cierta cuánto nos afectaba.



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Primeras nieves (y 3)





    Aquella tarde, cuando acabamos de tirar bolas y volvimos extenuados, no estaban los Padres en la casa. Nos esperaba la tía Mari, que nos preparó una de esas tortillas de patata tan jugosas, nos avió para la cama y nos dijo que los Padres habían tenido que irse a un recado y que ya nos lo explicarían. Nos leyó un cuento de los hermanos Grimm – El señor Sabelotodo, me acuerdo perfectamente—y nos dio ella el beso de buenas noches.
    Jonás se subió un rato a mi cama, como solía hacer antes de dormir.

--Qué pena que no esté mamá. –dijo.
--Y eso ¿por qué?
--Para haberle contado todo lo que hemos hecho en el descampado.
--Jo. Menuda batalla de bolas.
--El pelotazo que se llevó Joserra, que se sacaba la nieve de los calzoncillos. –se rió.
Luego se quedó callado.

--Pero lo del pitillo, mejor no se lo decimos ¿verdad?

    Le iba a pegar un almohadazo, pero lo pensé mejor. No tenía muchas ganas de charlar, tampoco.


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Primeras nieves (2)




    Con nueve años, lo normal es lo que uno ve en casa y los raros son siempre los demás. A mi, por ejemplo, me resultaba extrañísimo que el padre de mi amigo Joserra se pusiera el pijama nada más llegar del trabajo, y me llamaba la atención encontrarlo así, en el estrecho salón de aquellas casas de protección     ofical, leyendo un libro y tomándose un whisky. Lo del libro y el whisky no me chocaba gran cosa, porque de ambos estábamos bien surtidos en casa, pero finalmente resultó lo más extravagante de todo. En cambio lo del pijama pude comprobar andando el tiempo que era de lo más normal.
    En casa no nos poníamos el pijama más que para ir a dormir. Y a veces ni eso. No era extraño que, al somarnos al salón alguna amanecida, nos topáramos con un tipo en calzoncillos y camiseta roncando sobre el sofá-cama, mal envuelto en una manta corta y en la peste de los cigarrillos de la noche anterior. Siempre eran “amigos”, o eso nos decía la Madre, pero rara vez repetían, ni volvíamos a verlos en las paellas que cocinaba el padre en el Pinar de Chamartín, ni aparecían por los cumpleaños con un regalo, como otros amigos. Nadie más que conociéramos tenía tantos amigos, pero eso no nos resultaba extraño. Los raros eran los otros, los que vestían pijama por las tardes.
    A mí me gustaba más cuando el que se quedaba a dormir era el abuelo Antonio, el padre de la Madre, con sus bigotes de morsa y su humor de farmaceútico de provincias. El abuelo nos recogía a Jonás a mí al salir del colegio, nos llevaba en taxi a todas partes –a hacer gestiones o compras que siempre desembocaban en conversaciones salpicadas de risotadas con otros tipos con bigotes más perfilados que los del abuelo, y nunca se olvidaba de pedir patatas fritas y aceitunas rellenas para acompañar las cocacolas. Si llegaba en diciembre, nos llevaba al mercadillo de Navidad de la Plaza Mayor a pasear entre los espumillones de colores, los puestos de zambombas y los pavos vivos que pastoreaban con una vara mujeres gordas vestidas de negro. Cada año, siempre en el mismo puesto, nos compraba una figura para el Belén, aunque sabía que los Padres no armaban nunca Nacimiento, con la excusa de que ya bastante navideño hacía el abeto. Pero el abuelo se reía mientras nos envolvían en papel de periódico el Gaspar de turno o el romano con lanza, y decía:
    --Que se jodan.
    Pero los Padres no se molestaban. Se limitaban a colocar la figura en un estante, junto a la banda de música uniformada modelada en barro que habían traido de un viaje a Portugal, y luego lo guardaban en una caja cuando el abuelo se largaba. Lástima que no viniera a la capital más que un par de veces al año. Antes de irse nos llamaba muy solemne al salón y nos hacía prometerle que seríamos malos, pero que no se lo dijésemos a los Padres. Luego nos daba una moneda grande de cincuenta pesetas y un beso con bigotes y olor a coñac.

    Los días que estaba en casa el abuelo Antonio no había amigos que se quedaran a dormir, no tampoco las cenas ruidosas de los martes, los miércoles y los jueves, ni siquiera las reuniones de algunas tardes que dejaban los ceniceros llenos de colillas y de papeles escritos rotos en trocitos muy pequeños. Y aunque el Padre miraba a la Madre con alivio cuando salía por la puerta, acompañado del mismo taxista de todas las veces, yo empezaba en aquel mismo instante a pensar en la próxima visita del abuelo Antonio.


© foto: Merce Blanco

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Primeras nieves (1)




    Otros recuerdos se fueron ya por el sumidero, pero no el picor de la lana sobre la piel irritada de la cara, ceñida como una media, sofocante hasta decir basta. Pero incluso el agobio del verdugo –la prenda que más odié en mi infancia— menguaba ante la visión de la nieve recién posada, a punto para un día interminable de carreras, pelotazos y aventuras.
    Un buen palmo de nieve cubría aquella mañana el descampado, territorio cotidiano de las exploraciones y rebuscas de los chavales del barrio. Bueno, no de todos; los más valientes se aventuraban a asomarse hasta las lindes de la Quinta del Álamo, donde crecían media docena de chabolas al calor de las ruinas lúgubres de lo que fue una próspera fábrica de hielo. Para la mayoría de nosotros, sin embargo, la Quinta era territorio apache y el descampado, la última fontera.
    Había estado nevando toda la noche, de modo que cuando la Madre nos permitió salir a jugar, la cosecha de copos aún bastaba para impedir circular a los cuatro coches que entonces aparcaban sobre las aceras de nuestra calle. De sobra para suspender las clases. Así que ese día habíamos desayunado con una mezcla de calma y ansiedad, el vaso de colacao calentándonos las manos, asomando a cada poco a reconocer nuestro paisaje diario transformado por el temporal y acariciando la promesa de un día de juegos.
Jonás, mi hermano pequeño, no podía con los nervios; caminaba a saltitos –dos veces derramó el colacao—y no dejaba de buscarme con ojos cómplices y de musitar “¡Ahi va!” y “Jo”. Ni siquiera la insistencia de la madre para que nos calzáramos el verdugo –nunca un nombre mejor puesto para una prenda tan cruel— y sobre él enrrolláramos la bufanda de cuadros alcanzó a enfriar nuestro ánimo. Había caido la mayor nevada de nuestra vida y teníamos por delante la mejor promesa de futuro: un día de juegos por delante.
    Al salir de casa, a la carrera y no al paso de procesión de todas las mañanas, nos juntamos con algunos compañeros del colegio en el mismo lugar donde solíamos esperar al autobús, frente a la pollería del señor Eladio, y emprendimos la marcha hacia el descampado. El resto fueron frío, bolazos, un pelotón fallido de munecos de nieve que se negaban a adoptar el perfil redondo de los tebeos, un cigarrillo compartido por los mayores –Efrén y su panda— ante la mirada admirativa de los pequeños, manos empapadas y ateridas bajo los guantes de lana y fugaces visitas a casa a reponer líquidos o recoger el almuerzo. También descubrimos que mear en fila sobre la nieve era más divertido que hacerlo en el barro, viendo la orina labrar surcos humeantes como barrancas en las laderas blancas. Un día de nieve como otros de mi infancia, imborrable como todos para cualquier chaval de las latitudes templadas pero no muy distinto de lo que podrían contar otros. Si lo recuerdo tan bien, sin embargo, es porque ese día fue la primera vez que vino la policía a casa.




© foto: Manuel H

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Diversión



    Hubo un tiempo en que me veía como un reporter freelance y un poco letraherido que redactaba sus notas --ácidas, ocurrentes, nostálgicas, instrospectivas o simplemente memas-- amparado en el silencio de la noche para una selecta cohorte de lectores secretos capaces de apreciar a la vez el cerdo agridulce de la verdad y el rollito de primavera de la amistad.

    Con los años --y ya van casi tres-- he acabado sintiéndome uno de esos bohemios trasnochados de café antiguo, sentado frente el velador de mármol ante un vaso de agua, un ticket de papel y una taza vacía, al acecho de algún incauto contertulio de antaño que se deje pegar la hebra y gorronear un pitillo.

    Con esto quiero decir que o me voy reinventando, o chapo esto y me abro otro garito bajo otra máscara, porque empiezo a aburrirme de mí mismo.

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Nutrimentum spiritus


    En esta ciudad, puede ocurrir que entre uno en un bistrot a pedir fuego y le regalen una caja de cerillas promocional de “Princesas”.
    Puede ocurrir que te cueles en el recoleto cementerio de los Franceses en Chausseestrasse y te topes con unos españoles que buscan a Bertolt Brecht, y tú les enseñes a Hegel.
    Puede ocurrir que viajes esperando conocer una ciudad deslumbrante y te encuentres con que allí la noche es noche, porque no abusan de las farolas.
    Puede ocurrir que pases bajo un puente del zoo y te des de bruces con el lugar donde cayeron Rosa Luxemburgo y Karl Liebnecht, a dos pasos de tu hotel.

    Y, sobre todo, puede ocurrir que esperes mil maravillas, y aún así sobrepase todas tus expectativas.




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Triángulo

    Por razones que van más allá de lo que la mente humana es capaz de explicar, la angosta cocina de mi modesta morada se ha convertido en una variante doméstica del triángulo de las Bermudas. Pero como por aquí no sobrevuelan cazabombarderos, ni navegan sobre la pila fragatas o portacontenedores, lo que desaparece por el sumidero es algo de dimensiones más reducidas pero de características bien definidas: tupperwares, sobre todo, y ocasionalmente algún otro tipo de menaje de cocina.


    Yo he oído a la vecina del segundo, que una vez nos subió dulce de membrillo casero y nunca recuperó el recipiente, lanzar acusaciones infundadas sobre el carácter rapiñador de la señora Hache. Desolada, ésta quiso reintegrarle el tupper trágicamente desaparecido, pero yo insistí en enviarle al marido de la susodicha mis padrinos. Hasta la fecha no ha respondido, pero si nos cruzamos en la escalera,  bufa desafiante. En otra ocasión, descubrí a una invitada habitual --casi una amiga-- rebuscando en las alacenas de la cocina con la excusa de reponer las cervezas consumidas a la nevera. Pero sé que buscaba las pruebas del hurto.

    Ya sé que es difícil de creer, aunque no debería serlo tanto para gente que sigue a Iker Jiménez, pero lo cierto es que todos esos tuppers, sean de marca fetén o del chino de la esquina,sin importar la capacidad, forma antigüedad y hasta el estado del cierre hermético,   desaparecen al entrar en la cocina. El hecho de que al poco tiempo aparezcan otros de características similares --pero que no son los mismos-- es  otra faceta aun más inexplicable de este misterio sin
resolver.


    Así que lo único que puedo hacer es aconsejarles que, si alguna vez les invito a comer y se sienten tentados de traer unas torrijas recién hechas, unos níscalos de su pueblo o los incomparables boquerones en vinagre de la casa,  no consientan que los recipientes aterricen en la cocina. Ni siquiera con la excusa de darles un agua. Si quieren salvarlos, llevénselos a casa. Sucios, tal vez, pero sanos y salvos.

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Silencios fingidos






Callaré.

Para contar los días que tardas en hablar.

O para oirte gritar.


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Y el porrón...


    Si hemos de practicar algún tipo de nostalgia, prefiero la de las sensaciones a la de los sentimientos. Y cualquiera de ellas a la de las ideas, o a la del pasado mismo. Los que añoran el bachillerato antiguo deberían pararserse a pensar si no echan de menos la juventud de los viejos tiempos más que los viejos tiempos de su juventud. Aquellos tiempos en que --como proponía Mairena-- las viejas espadas de tiempos gloriosos aún no eran viejas.
    Con todo, puestos a practicar la nostalgia, me inclino a rememorar el aroma intenso de los tomates de antaño, el tacto de una piel quemada por el sol, el calor de siesta de aquellos veranos sin aire acondicionado, el marrón oxidado del mosto de las manzanas mucho antes de convertirse en sidra, el plop-plop incansable de las gotas inventando burbujas en un charco.
    Y me preguntaba esta mañana, en la duermevela ¿ dónde podría yo tomarme ahora un porrón de aquellos de clara de cerveza? Ay, los estudiantes navarros...

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