Cronopios
He disfrutado tanto de la lectura de estas cartas de Cortázar a los Jonquières que no sabría por donde empezar. Pero digamos que disfruto de la prosa epistolar, más relajada que la literaria destinada a imprenta. Para seguir, de la sensación de asomarme a una intimidad ajena con toda impunidad, y disfrutar en diferido con una amistad que se estira y engorda a lo largo de más de cuarenta años, a buena parte de los cuales asistimos en estas cartas. Incluido el ver cómo cuaja, o florece o qué se yo el amor por Aurora, a la que poco antes de casarse apenas menciona, sin muestras casi de apego. Luego, hay ciertos puntos de identificación con este Julio al que conocemos emigrante valiente pero lampante en el París de los cincuenta, lejos aún del personaje de gran escritor en que se convertiría. Me divierte además lo mucho que le interesa hablar de arte y lo poco en cambio que habla de literatura (y cuando se lo permite, trata sobre todo de poetas). Me encanta encontrar afinidades: el gozo del ciclista en París, la torpeza para los asuntos del bolsillo, la afición por cierto cine y cierta pintura. Algunas coincidencias curiosas además: Cortázar añora una estampa de Klee para adornar su apartamento, y recuerdo la última que cuelga en mi salón, traída de un viaje a los Alpes. Me divierte recordar, en estos tiempos de e-mail, los problemas e inquietudes de unas cartas que circulan por el mundo con lentitud e incertidumbre, a menudo perdidas, siempre retrasadas, tantas veces cruzándose sobre el Atlántico como gaviotas desgraciadas. Me encanta contemplar también como la correspondencia, densa, intensa en sus primeros años, se va esponjando a cuando los amigos coinciden con cada vez más frecuencia en Buenos Aires y por fin los dos en París.
Pero lo que más me emocionó fue asistir al nacimiento de los cronopios, y saber que la posesión de un caleidoscopio a disposición de las visitas me cualifica para ingresar en el selecto club de los dibujos fuera del margen y los poemas sin rimas.
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