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Cicatrices








    La primera vez que oí hablar de Jane Goodall fue en un  libro de Robert Ardrey, La hipótesis del cazador.  Allí entre otra serie de noticias y teorías fascinantes sobre el proceso de hominización, se mencionaban los trabajos de esta mujer con los chimpancés de Gombe (Tanzania). También contaba Ardrey, por ejemplo,  cómo la especie humana había desarrollado una sexualidad frontal y libre de periodos de celo, caso extrañísimo en el mundo animal, como modo para asegurar el retorno de los machos a la manada, con carne para las hembras y crías,  tras larguísimas jornadas de caza. Como en el viejo chiste, las hembras habían encontrado  mecanismos que convencieran a los machos de regresar al hogar, y, una vez allí,  resolver en su beneficio el  cotidiano dilema  nocturno: cama o nevera.

   Ardrey hablaba de la Goodall, y recuerdo que el nombre se me quedó grabado y que anduve buscando durante meses en las pobres (y aun no informatizadas)  bibliotecas de mi juventud un ejemplar de sus trabajos. Dos cosas me atraían especialmente: la primera, que pudieran estudiarse agrupaciones de primates como forma de entender mejor a las más primitivas comunidades de homínidos. La segunda, algunas de las cosas que contaba de sus costumbres: la guerra sin motivo territorial o alimentario, los rituales de celebración colectiva con danzas incluidas, la fabricación de herramientas y la transmisión de este aprendizaje a las crías.
     Sólo años después me encontré con A través de la ventana en una colección de quiosco. Lo leí con pasión, y no me defraudó en absoluto, aunque me parecieran traídas por los pelos algunas de sus interpretaciones más chocantes. Me sorprendió enterarme, eso sí, de que tanto a ella como a Dian Fossey, que trabajó con los gorilas de Ruanda, las había enviado a esa misión nada menos que Louis B. Leakey, el desenterrador de la garganta de Olduvai y padre --en sentido no sólo figurado-- de la paleoantropología contemporánea. Por cierto, que lo de esta familia  escandalizaría a los detractores de la endogamia universitaria. Luego supe de la existencia de la tercera discípula primatóloga del viejo:   Birute Galdikas, que convivió con los orangutanes de Borneo. Hay quien las llamó "los ángeles de Leakey".  Curiosamente, hasta los primeros trabajos de la Goodall a comienzos de lo 60 a nadie se le había ocurrido algo tan elemental como estudiar in situ el comportamiento de los primates.

    No  es casualidad que las tres fueran mujeres. Leakey pensaba que tenían más capacidad de observación y de comunicación con los grandes simios, ligado a los estigmas del instinto maternal. Pero hacía falta algo más que capacidad. De hecho, ni la Goodall ni Dian Fossey tenían estudios superiores en biología, antropología o psicología. Jane Goodall era una joven amante de los animales, fascinada por Leakey, y la Fossey  terapeuta ocupacional. Por cierto que corre una leyenda sobre la primera vez que conoció a Leakey; se dice que Fossey, larga como una jirafa (aunque no tanto como Sigourney Weaver) se precipitó al fondo de una zanja, torciéndose un tobillo y, lo que es peor, dañando  el esqueleto  fósil de una --esta sí auténtica-- jirafa recién descubierta. Para más inri, vomitó sobre  los restos. Seguramente no es cierto.
   Sí lo es, en cambio, que tanto la Goodall como la Fossey tuvieron que financiarse sus primeras estancias en Africa,  trabajando  varios años para ahorrar lo suficiente. Y también el primer requisito que  planteó el paleantropólogo a Goodall antes de comprometerse a apoyarlas en sus investigaciones. El estudio de los primates exigía vivir en zonas apartadas, alejadas de núcleos de población y, por descontado, de hospitales modernos. En esas circunstancias, una apendicitis podía resultar fatal, así que antes de seguir adelante debía hacerse extirpar el apéndice. Goodall lo hizo, y se presenetó meses después ante el maestro, mostrándole un certificado médico y seguramente la cicatriz.
     Como le confesaría tiempo después, a Leakey en realidad no le preocupaba gran cosa una eventual emergencia médica. Simplemente estaba poniendo a prueba su determinación para una tarea que requería, más que estudios formales, tesón y valor. También Fossey y Galdikas debieron pasar por el quirófano. En la vida, las cicatrices son a menudo el resumen de nuestro curriculum vitae, o la llave del baúl de los recuerdos. Las cicatrices de esas tres apendicectomías son, a mi modo de ver, la firma que estas tres  mujeres admirables estamparon en el contrato de otra de las aventuras más fascinantes de la ciencia moderna.





Por cierto, a mi admirado Stephen J.Gould no le hubiera gustado nada esta imagen de la Fundación Leakey.



















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