Imposturas
Confieso que tengo alma de impostor. Una vez casi convencí en una fiesta a una chica --funcionaria de los juzgados, por más señas-- de que era policía. Al amigo que me seguía el juego, lo que más le jodió es que ella dijera que él si tenía pinta de madero, pero yo... Otras veces --el vértigo de los disfraces-- me he hecho pasar por taxista, y hasta por profesor de economía. Incluso --ante un auditorio crédulo--, por vendedor de alfombras con tienda abierta en Islamabad.
Pero no me refiero a esas imposturas.
Son las otras, más modestas pero más cotidianas: hacerse pasar por más listo de lo que uno es, dejar que otros nos crean mejor padre y marido más fiel, simularse seguidor de un deporte que nos importa un rábano, envolver en firmeza unas convicciones horadadas de dudas, no aclarar que en realidad nunca leimos aquel libro ni sabemos cabalmente de qué nos están hablando. A veces, en horas bajas, me sentí un impostor que había usurpado méritos y saberes que nunca me pertenecieron, y de rebote una vida a la que no tenía derecho.
Por eso no me sorprenden tanto las imposturas de este Enric Marco. O las de Bruno Bettelheim. Prefiero creer que tal vez empezaron con un breve silencio para no desengañar a un ser querido. Luego tal vez la ocasión de un pequeño beneficio inocente, quizás una conquista, un trabajo necesario para comer. La bola después se agranda y el impostor llega incluso a olvidar que lo es. Me atrevería a decir, incluso, que muchas de estas imposturas nos hacen mejores, pues nos obligan a estar a la altura de nuestras mentiras. A una altura a la que quizá de otro modo nunca llegaríamos.
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