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Bailar

Tango
Veo a Joan Fontaine y Laurence Olivier levitando levemente sobre la pista de baile del casino de Monte Carlo y -- salvando las distancias, claro-- me viene a la cabeza la de tiempo que hace que no me marco una lenta.
    Yo, como Jane Fonda, soy demasiado blanco y demasiado calvinista para bailar sin beber. Cambien calvinista por varón y Jane Fonda por EmeHache. Vamos, que si me ven en la pista es que llevo más de tres cubatas encima, pero la verdad es que me encanta bailar (afortunadamente, tampoco me molesta beber); sobre todo las lentas.
     Aquel If you leave me now de Chicago, un interminable Stay de Jackson Browne, o el desgarrador Angie de los Stones --they can't say we never tried-
incluso el American Pie de Don McLean o un empalagoso Reunited de los repasteleros Peaches and Herb.  Por supuesto, algún éxito melódico italiano: ¿cómo se llamaba aquel hortera del piano que cantaba Gloria? Tampoco entonces la música importaba tanto.
   De lo que se trataba era de achicar espacios y alargar los tiempos. Lo suficiente para mezclar el calor de los cuerpos; sentir los vellos de las mejillas polarizarse con el roce;  restar milímetros a un abrazo  ya sin distancia, acariciar el talle y la espalda sobre la ropa o tal vez, por alguna hendidura,  la misma piel; empapar la pituitaria de su olor --colonia o  puro almizcle y hormonas--; combinar humedades en las manos sudorosas  o las comisuras de los labios.
    No siempre era así, claro: una lenta era una expedición a la descubierta, un viaje exploratorio por territorios aún no cartografiados. Podían aguardarte nativos hostiles o nubes impenetrables de mosquitos: la incertidumbre añadía emoción a la aventura.



    Hay que joderse. La de tiempo que hace que no me marco una lenta. ¿Cuánto? Repasen el repertorio y echen cuentas.

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