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Primeras nieves (1)




    Otros recuerdos se fueron ya por el sumidero, pero no el picor de la lana sobre la piel irritada de la cara, ceñida como una media, sofocante hasta decir basta. Pero incluso el agobio del verdugo –la prenda que más odié en mi infancia— menguaba ante la visión de la nieve recién posada, a punto para un día interminable de carreras, pelotazos y aventuras.
    Un buen palmo de nieve cubría aquella mañana el descampado, territorio cotidiano de las exploraciones y rebuscas de los chavales del barrio. Bueno, no de todos; los más valientes se aventuraban a asomarse hasta las lindes de la Quinta del Álamo, donde crecían media docena de chabolas al calor de las ruinas lúgubres de lo que fue una próspera fábrica de hielo. Para la mayoría de nosotros, sin embargo, la Quinta era territorio apache y el descampado, la última fontera.
    Había estado nevando toda la noche, de modo que cuando la Madre nos permitió salir a jugar, la cosecha de copos aún bastaba para impedir circular a los cuatro coches que entonces aparcaban sobre las aceras de nuestra calle. De sobra para suspender las clases. Así que ese día habíamos desayunado con una mezcla de calma y ansiedad, el vaso de colacao calentándonos las manos, asomando a cada poco a reconocer nuestro paisaje diario transformado por el temporal y acariciando la promesa de un día de juegos.
Jonás, mi hermano pequeño, no podía con los nervios; caminaba a saltitos –dos veces derramó el colacao—y no dejaba de buscarme con ojos cómplices y de musitar “¡Ahi va!” y “Jo”. Ni siquiera la insistencia de la madre para que nos calzáramos el verdugo –nunca un nombre mejor puesto para una prenda tan cruel— y sobre él enrrolláramos la bufanda de cuadros alcanzó a enfriar nuestro ánimo. Había caido la mayor nevada de nuestra vida y teníamos por delante la mejor promesa de futuro: un día de juegos por delante.
    Al salir de casa, a la carrera y no al paso de procesión de todas las mañanas, nos juntamos con algunos compañeros del colegio en el mismo lugar donde solíamos esperar al autobús, frente a la pollería del señor Eladio, y emprendimos la marcha hacia el descampado. El resto fueron frío, bolazos, un pelotón fallido de munecos de nieve que se negaban a adoptar el perfil redondo de los tebeos, un cigarrillo compartido por los mayores –Efrén y su panda— ante la mirada admirativa de los pequeños, manos empapadas y ateridas bajo los guantes de lana y fugaces visitas a casa a reponer líquidos o recoger el almuerzo. También descubrimos que mear en fila sobre la nieve era más divertido que hacerlo en el barro, viendo la orina labrar surcos humeantes como barrancas en las laderas blancas. Un día de nieve como otros de mi infancia, imborrable como todos para cualquier chaval de las latitudes templadas pero no muy distinto de lo que podrían contar otros. Si lo recuerdo tan bien, sin embargo, es porque ese día fue la primera vez que vino la policía a casa.




© foto: Manuel H

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