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Metamorfosis



     Años después de convertirse en un deslumbrante cisne, aún asomaban de cuando en cuando los complejos del patito feo.



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Primeras nieves suspende emisiones



    Por consejo de mi buena amiga, editora, y Espía Mayor del Reino y Provincias Exentas, y supongo que para gran satisfacción de lectoras perezosas (no miro a nadie, Dani), el relato de las andanzas de Manu, el Microbio, los Padres, la Tía Mari, Jaime el Seta, el responsable Amalio,Aurelio el Frutero y Joserra, amén de una nómina creciente de personajes secundarios, llega aquí a su fin.
    Como algunos de los que la habéis seguido sabéis, esto era una especie de novela por entregas, pero que ambicionaba convertirse en papel, lomos y epígrafe algún día. Irla subiendo al blogo me ha servido para animarme a seguir escribiendo estas historias cuyo arranque reposaba hace algún tiempo en el cajón (y cuyos mimbres forman parte, aunque no del todo fiel, de mi memoria). Pero me han convencido de que seguir compartiéndolas por este medio podría poner en peligro su futura conversión en papel.
    Mi intención, no osbtante, es seguir escribiéndolas, y como sé que a algunos les agradará seguir leyéndolas (y a mi recibir sus comentarios), he pensado que podría enviarlas por correo electrónico a los interesados. La mayoría tenéis mis señas, y si no andan por ahí a la derecha, donde pone contacto. Así que no tenéis más que enviarme un mensaje, y a medida que vayan saliendo del horno os iré haciendo llegar las nuevas entregas.
    Gracias a todos por la compañía. De corazón.

    En breve, en sus monitores, las Ideas Brillantes de toda la vida.

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Viajes (y 4)





    Las noches siguientes a su vuelta, reclamamos al Padre que nos acompañara a la cama para contarnos historias de París. Nos habló del Sena que lame los pies de los campos de Marte, de la habitación del hotel del Barrio Latino, donde estaban cubriendo los adoquines con asfalto para que no saliera a la superficie la playa que había debajo, de las terrazas de los bistrots del boulevard Saint Michel, con sus garçons estirados que torcían el morro si no les gustaba la propina, del enorme piso que ocupaba la agencia que había ido a visitar, junto a la plaza de l’Etoile, de la tumba de Napoleón en los Inválidos, del Louvre, claro, de los bouquins de libros de viejo junto al río, del mercado de las pulgas en la puerta de Clignancourt.
    -- Padre, y en París... ¿hablan francés todo el rato? –preguntó el Microbio.
    -- No, Jonás –contestó riéndose--, por las noches, cuando se cansan, hablan español, como todo el mundo.
    -- Aaaah.

    Nos contó que en un café trató de pedir un bollo para desayunar, que no sabía cómo se llamaba, y mientras trataba de encontrar una palabra que no fuera cruasán el camarero le espetó.
    -- Venga, caballero, decídase pronto que se me está formando cola –con un acento andaluz que le pilló totalmente de sorpresa.

    O cuando fue a comprar un jersey en La Samaritaine, y se le escapó un comentario de que era algo caro, y la dependiente le respondió que si esto le parecía caro que no se le ocurriera acudir a las Galeries Lafayette, que ahí sí que le iban a sacar un ojo de la cara. París, nos contó, está lleno de españoles, sobre todo trabajando en los bares, de criadas en las casas, de porteros, transportistas u obreros en las fábricas. Pero ni siquiera los españoles se comportaban como cuando vivían aquí. En los kioscos vendían una veintena de periódicos distintos, y la gente criticaba al gobierno en voz alta en los cafés, y los estudiantes se manifestaban por las calles sin que los policías corrieran tras ellos empuñando porras. Había librerías –algunas también llenas de españoles—donde vendían libros que aquí estaban prohibidos, incluso libros para niños. Eso, nos contó, se llamaba en francés liberté. Poder hacer lo que uno quisiera, siempre que no perjudicara a los demás. Sin que le mandaran a la cárcel por ello.

    -- ¿O sea, que en París no hay cárceles?
    -- Bueno, Manu, tampoco exageremos…
    -- A la Madre le hubiera gustado París ¿no?
    -- Sí, –respondió, súbitamente serio—le habría encantado. Pero también en París la hora de apagar la luz es sagrada. Sacrée. Así que, enanos, un beso y a dormir.
-----------oooOooo----------


    La escayola tuvo al Rubio Salazar un mes alejado de los plintos y las espalderas. Nos miraba con envidia mientras hacíamos la carretilla gimnasio arriba y abajo, sentado en un rincón, vestido de uniforme. Todos los de la clase habíamos firmado sobre el yeso, aún fresco, el lunes después de la excursión al descampado.
    -- Ha dicho mi padre que ya no puedo volver a ir a vuestra casa.
    -- Jo, qué pena. Lo pasamos de miedo.
    -- Sí. –se le escapó una sonrisa—Pero mi madre dice que ya hablaremos.

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Viajes (3)



    La tarde nos saludó calurosa y fragante cuando tras una merienda apresurada salimos de estampida los cuatro camino del descampado: el Rubio Salazar, Joserra, el Microbio que no hubo forma de quitárselo de encima y yo mismo. El programa de actividades era apretado, y cargábamos en los bolsillos parte del equipo necesario: una caja de cerillas, las canicas, tres o cuatro petardos que guardábamos desde el verano, y un cigarrillo que le habíamos guindado a la Tía. El resto --una cantimplora llena de cocacola y los prismáticos viejos del padre de Joserra—- iba colgado.
    Al descampado se accedía desde la embocadura de nuestra calle, cruzando la que dividía en dos el barrio, tan ligera de tráfico entonces que se nos permitía atravesarla sin supervisión adulta. Luego, ante nuestros ojos, un paisaje desolado de escombros que formaban montículos sobre un enorme solar, tal vez del tamaño de dos campos de fútbol, repleto de uralitas, lagartijas, charcos, cascotes, latas y hasta un viejo seat quinientos abandonado, reposando solemne sobre tres llantas oxidadas y una piedra haciendo las veces de la cuarta. En suma, a los ojos del Rubio Salazar, como a los nuestros si no nos hubiera quedado a la vuelta de la esquina, el descampado era la imagen misma del paraíso.
    Ante los ojos fascinados del Rubio, emprendimos el tour de exploración. Joserra no podía aguantar las ganas de volar unas latas colocándoles debajo, en el borde mismo, sin que quedaran del todo tapadas contra el suelo, uno de los petardos de dos pesetas con –calculo—veinticinco gramos de pólvora negra envueltos en un cilindro de cartón doblado por el extremo, con una gruesa mecha negra. El primero tal vez había cogido humedad en el tiempo que estuvo almacenado, o tal vez la mecha no estuviera en condiciones. Un zumbido seco, apenas audible, anunció el primer fracaso. Así que probamos con el que quedaba, horadando el envoltorio con un clavo, derramando algo de pólvora por fuera y atándolos con un cordel que encontramos por el suelo. El estallido sonó esta vez como un trueno, cuando apenas nos había dado tiempo a asomar la cara tras un montículo y a Joserra a traspasar la cumbre de dos zancadas. La lata voló alto, tal vez cuatro, cinco metros, una enormidad a nuestros ojos, casi hasta el punto de hurtarse a la gravedad terrestre.
    Luego vino la visita al coche abandonado, con la habitual pelea para decidir quien se hacía con el volante, la palanca de cambios, el asiento del copiloto. Allí anduvimos un rato, dándole a la manivela de unas ventanillas que ya volaron, saltando entre los muelles que salían de los asientos y remedando con la boca el brrrm-brrrm del motor y el moc-moc del claxon. Imaginábamos ser una banda de atracadores que huían de la policía tras el asalto a un banco; tuve que esmerarme al volante para impedir que el coche volcara en las curvas, mientras el Microbio vaciaba sin interrupción los cargadores de una ametralladora –juraría que una Thompson de tambor—a la que nunca se le acababa la munición.
--¡Comed plomo, malditos polizontes!

    Hicimos pausa para repostar, con la cantimplora pasando de mano en mano; al Rubio le cedimos el privilegio de otear las escombreras con los prismáticos en busca de lagartijas, aunque él juró y perjuró que había visto dos ratas del tamaño de cabras montesas. Podría ser, pero lo cierto es que a aquellas horas de la tarde, a pleno sol, nunca nos habíamos topado con semejante fauna. Luego, después de explorar con cuidado todos los rincones del solar, de salpicarnos hasta las cejas con el agua de los charcos, de dejarnos caer por un desmote a lomos de viejas lamas de persianas rotas, de enzarzarnos en una guerra de terrones, llegó la caída de la tarde y el momento de encender la fogata prendiendo unos cuantos cartones, unos palos y alimentando el fuego con los filtros de aceite que arrojaban allí desde el taller de Calixto. Estaban empapados en grasa y ardían como la yesca seca, arrojando volutas de humo negro que impregnaban la ropa de aromas de gasolinas y alquitranes. La fogata era el momento del recuento, del descanso, de las miradas fascinadas al baile inacabable de las llamas, de las anécdotas de excursiones pasadas. También era la ocasión de echar al fuego los trozos de uralita, que estallaban en pedazos con detonaciones sordas, lanzando por el aire esquirlas sólidas y chispas humeantes.
    En una de esas fue cuando el Rubio Salazar, que no se había apeado de la sonrisa en toda la tarde, quiso hacernos la demostración del salto mortal sobre la hoguera. El más difícil todavía. Mira que le dijimos que no lo hiciera. Con once años, sin embargo, uno puede sentir miedo o no sentirlo, pero cuando no nos atenaza el canguis, sólo hay una palabra para describir cómo cómo se siente uno: la palabra es invulnerable.
    Así que el Rubio midió las distancias con la vista, tomó carrerilla y se dispuso a dar el salto. Y claro, pasó lo que tenía que pasar.


foto: Wikipedia

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Viajes (2)




    Como venía ocurriendo con alguna frecuencia desde que la Tía dejó de salir con el Frutero, Amalio apareció aquella tarde y se encerraron en el cuarto a charlar. De vez en cuando asomaba Mari, pero debían de estar tratando asuntos importantes porque ni siquiera se molestó en recordarnos que apagáramos la tele cuando acabó la programación infantil. Así que el Microbio y yo pudimos disfrutar de una rara fruta prohibida: “Por tierra, mar y aire”. Era un programa de propaganda sobre las actividades de lo que entonces aún se llamaban los tres ejércitos. Nada de fuerzas armadas ni de ministerio de defensa: eran los ejércitos de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, éste último con pilotos aguerridos pero una dotación de aparatos que hubiera avergonzado al Barón Rojo: aún así, nos sabíamos de memoria las evoluciones de los ágiles saetas –una especie de avión a reacción en miniatura, de fabricación nacional—y los primeros Mirage comprados a Francia. Junto a ellos, los carros de combate de la Acorazada que parecían estar permanentemente de maniobras, aunque sospecho que la mayoría de las veces no daba para pagar el fuel, y sobre todo tropas, muchas tropas. Los sorchis en uniforme de campaña, sonriendo feroces cuerpo a tierra aferrando el chopo, regulares con quepis rojos o legionarios con gorrilla cuartelera. Aunque nos costaba imaginar exactamente cuándo, sabíamos que antes o después tendríamos que pasar, como todos los varones de aquella España, por la mili, y escuchábamos con ávida incredulidad las anécdotas que a veces nos regalaban nuestros tíos o los hermanos mayores de los chavales del barrio.
    Ni a la Tía ni a los Padres les gustaba un pelo que nos alimentáramos con semejantes materiales, pero nunca nos dieron una explicación creíble del por qué. Al fin y al cabo, el barbudo con boina del poster del despacho del padre también tenía una metralleta entre las manos, y el antimilitarismo aun no formaba parte del programa educativo. Así que se limitaban a tratar con desdén mi afición por los tanques, los obuses y el trote legionario y a apagar la tele con cualquier excusa.
    Enfrascados como estaban, sólo el sonido de la puerta de la calle sacó de sus asuntos a Amalio y la Tía Mari, que asomaron para recibir al Padre. El intercambio de gestos y tonos fue sutil, pero lo bastante eficaz como para que nadie se preocupara de lo que estábamos haciendo, pese a que se acercaba la hora de los baños. Pasaron los tres al despacho del padre, desde el que llegaban, entrecortados pero audibles, los retazos de una discusión.

    --Te lo he dicho bien claro, Amalio, ni una sola vez más –esa era la voz del Padre.

    Mientras tanto, había empezado el telediario y le sugerí al Microbio que tal vez por una noche podríamos dirigirnos al baño sin esperar instrucciones. Pero Jonás no estaba para bromas.

    --Tú aquí no mandas.

    Le agarré del pescuezo, rodamos por el suelo, intentó morderme y cuando ya le tenía a punto de aprisionarle los brazos con las rodillas para una sesión de dolorosas tobas en la nariz, sonó de nuevo la voz del Padre.

    -- Por supuesto que sé lo que significa, Amalio. Lo sé perfectamente.

    Se abrió la puerta del despacho, y el Microbio aprovechó mi desconcierto para librarse de la presa y salir corriendo hacia la Tía Mari, fingiendo el llanto, una de sus especialidades. Pero las caras serias de los mayores interrumpieron cualquier intento de comedia. La Tía nos mandó al baño, y desde allí, mientras nos desnudábamos y corría el agua en la bañera, escuchamos los últimos coletazos de la discusión, ahora ya sin el Responsable.

    -- También tengo una responsabilidad con mis hijos, Mari. ¿Quién los cuidará si caigo? ¿El Partido?

    No escuchamos la respuesta de la tía, pero sí, clara y firme, la voz de nuestro padre.

    -- No me jodas, Mari. Tú no.



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Viajes (1)





    El extranjero era entonces aun un lugar lejano, extraño y maravilloso. Un lugar, por descontado, que pertenecía en exclusiva a los mayores: sólo ellos lo conocían y sólo ellos volvían de alli, cargados de regalos que destilaban el encanto ya perdido de lo exótico y el inconfundible brillo de lo moderno. Bolígrafos de diceséis colores, que a duras penas resistían una semana de continuas manipulaciones sobre los resortes que empujaban cada una de las puntas; libros con troquelados sorprendentes o desplegables ocultos como tesoros en un cofre; breas multicolores que al soplarlas desde un tubo se convertían en globos de goma prácticamente irrompibles, de una elasticidad y dureza tan superiores a nuestras pompas de jabón de fabricación casera; coches en miniatura con detalles de acabado minuciosos en las puertas y salpicaderos, bolas locas, cuadernos de hojas de distintos tipos de papel.
    De uno de aquellos viajes conservo una caja de crayones ajados pero intactos: era tal la fascinación que ejercían esos colores desusados que ni el Microbio ni yo nos atrevimos más que a rozarlos una vez sobre el papel, acariciando las puntas levemente romas para comprobar el resultado sobre una hoja de nuestros blocs cuadriculados. Jonás coloreó uno de aquellos drakkars vikingos de fauces feroces coronando la proa y velas de grandes listas blancas y rojas, que estuvo muchos años clavado con una chincheta en la pared de nuestro cuarto común, a la derecha del poster de Snoopy.
    La llegada del Padre, que aquella primavera había viajado solo a París, mientras nos dejaba al cuidado de la Tía Mari, fue el preludio de un rápido deshacer las maletas cargadas de tesoros. La mayoría, libros y discos que descartábamos rápidamente, alguna botella y algún paquete de quesos y patés, alguna prenda de ropa. Pero no tardaron en aparecer nuestros regalos: juguetes, artículos de papelería sobre todo, algún libro. También había un envoltorio atado con un lazo sobre el cartón, semioculto en los pliegues de un jersey, que el Padre entregó a la Tía con cierto misterio y una declaración solemne que no recabó respuesta alguna.

    -- Es la última vez, Mari. Ya se lo puedes decir a Amalio.
-----------oooOooo----------

    La madre del Rubio Salazar estuvo un rato al teléfono hablando con la Tía, que al colgar nos anunció que vendría esa tarde a hacernos una visita. El Rubio era un niño de aspecto angelical, más bajo que la mayoría de nosotros, tranquilo y de modales suaves que descollaba sobre todo en clase de gimnasia. Los bancos, las espalderas y hasta el temido plinto no guardaban misterios para él, que empalmaba volteretas, saltos mortales y piruetas con una elegancia que encandilaban al viejo profesor de educación física –siempre trajeado y a menudo con un caniche blanco en brazos-- y despertaban la envidia de los que, más torpes, veíamos con temor cómo Salazar sonreía al escuchar acodarse el trampolín a los pies del potro para una sesión de saltos.
    Salazar era hijo único. Justo lo que el Microbio de vez en cuando confesaba querer ser, y lo que yo no me atrevía siquiera a desear. Alguna vez me había invitado a su casa, un piso enorme en un barrio céntrico, con una habitación repleta de juguetes que inspeccionábamos con ansia y desempaquetábamos no tanto por jugar con ellos como por la sorpresa del descubrimiento. El Rubio, sin embargo, apenas les prestaba atención mientras mordisqueaba unas onzas de chocolate blanco, otro de los tesoros de la casa, que cortaba de enormes tabletas guardadas en un aparador. Imagino que si le conociera ahora diría que era un chaval tímido, aunque no apocado, de pocas palabras y muchas sonrisas. Un chico formal de buena familia.
Y no es que nuestra familia fuera mala, pero era otra cosa. Casi nadie en el colegio sabía que la Madre estaba en la cárcel. Joserra sí, claro, y el resto de los miembros de la célula. La directora también, claro, pero ella no contaba. Para los demás, el Padre nos había explicado que teníamos que dar las menos explicaciones posibles y, si preguntaban, que había tenido que ir a Galicia a cuidar de un pariente enfermo. Cierto que no se entendía muy bien que si ella estaba allí, por qué vivía con nosotros su hermana, que hubiera podido perfectamente estar cuidando a aquel pariente. Pero la verdad es que nunca nadie preguntó tanto.
    Al Rubio Salazar lo que le gustaba de venir a casa era el descampado. Esa era el motivo de la llamada de su madre. En el barrio del Rubio no había solares con terraplenes, ni escombreras, ni malezas a dos pasos de la casa, ni un charco lleno de lodo. Todo eso lo había descubierto una vez que le invitamos a un cumpleaños y nos dejaron salir a dar una vuelta. Volvió a su casa embarrado pero feliz. El descampado, imagino, era para el Rubio Salazar como un país extranjero.


© foto: Feuillu

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Epígrafe (antes mal llamado Frontispicio)





    Todos hemos experimentado la inutilidad de intentar comunicar nuestros recuerdos.
    “¿Ves esa casa? Pues ahí viví yo”, decimos; y el edificio –la mera sensación de la dirección—nos hace experimentar un sinfín de sensaciones de alegría, pena y emoción. Pero nuestro interlocutor no puede hacer más que sonreír educadamente.”


David Mamet, Recuerdos,
La ciudad de las patrañas


¿Alguien sabe si esas citas que suelen ponerse en a primera página de un libro, como apertura o frontispicio, o aperitivo o lo que sea, tienen un nombre?


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Broncas (y 4)






    Fiel a lo prometido, el Frutero no volvió a dar señales de vida. Ni se puso al teléfono cuando la Tía le llamó, ni devolvió su llamada, ni por supuesto asomó el siguiente viernes por la tarde para llevarla al cine, ni el sábado de punta en blanco para ir al baile, ni el domingo a la hora del vermú. Nunca más volvió para echar una partida de mus, aunque es verdad que se habían suspendido desde que detuvieron a la Madre. Yo aún me lo crucé en ocasiones por el barrio, y siempre me revolvía el pelo y me pedía un abrazo. Todavía hoy lo hace, las raras veces en que nos cruzamos. Pero sé que en esos días hacía esfuerzos para evitar los encuentros, ya nunca aparecía por el Mojácar y aunque le pillaba de camino para salir del barrio, jamás volvió a pasar con la vespa y su rastro de petardeos por nuestra calle.
    Nunca supe si a la Tía le importó mucho o poco: no la vi llorar, desde luego, ni insistió en sus mensajes. Creo recordar que le devolvió sus cartas, porque unos días depués apareció alguien con un paquete de parte del Frutero, cuyo contenido fue echando la Tía a las llamas de la estufa, mientras leía aquí y allá partes sueltas con aspecto embobado. Eso lo recuerdo porque no era habitual encender la pesada estufa de hierro en abril, y porque aquella vez no nos avisó al Microbio y a mi para meter las astillas, el papel hecho un burruño y el poco de carbón que precisaba la operación. Cuando terminó, cerró la puertecilla de hierro con cuidado, recogió un poco la cocina y se sentó de nuevo a estudiar.
    Con Joserra las cosas fueron más fáciles. A la semana siguiente de nuestra discusión, le vi acercarse desde atrás mientras caminábamos hacia el colegio. El apretó el paso, y yo lo aminoré, hasta que estuvimos a la altura.
    -- Hola, Manu.
    -- Hola.
    -- ¿Viste ayer El Virginiano?
    -- Jo, sí. Estuvo genial…cuando… --me detuve-- Aunque en la caca de General Electric de mi casa lo mismo no se vio tan bien.
    -- No. La que es una caca es la Telefunken.
    -- Bueno, pongamos que son las dos igual de cacas.
    Joserra aceptó el arreglo con una sonrisa, y empezamos a habalar de la galopada que se pegó el Virginiano, de las muescas que llevaba el malo en las cachas del colt y de la caida espectacular de Trampas en un pilón. No sé en qué momento ocurrió, pero cuando llegamos al colegio íbamos agarrados del hombro, charloteando, saldando atrasos. Entonces le pegué un empujón que deshizo el abrazo, y eché a correr, gritando:
    --¡Maricón el último!
    Y Joserra salió pisándome los talones, riendo y gritando.
    -- ¡Te voy a matar, Manu! ¡Tramposo!

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Broncas (3)



    La bronca de la Tía Mari y el Frutero fue épica, homérica o en todo caso esdrújula. Los pelos crespos que la tía trataba de domar a base de alisador y toga parecían vibrar electrizados: el rostro del Frutero pasaba del rojo tomate al morado berenjena, y los gritos iban y venían del salón a la cocina, colándose por el pasillo hasta nuestro cuarto, donde nos habíamos refugiado. Al Microbio le había caido un pescozón y un quién te dio vela en este entierro cuando se le ocurrió decir que la vespa fardaba un montón, y que a él le había encantado. Yo, tres años más sabio que mi hermano, supe desde el principio que lo mejor era hacerse humo y volverse invisible.
    -- Pero ¿a qué clase de subnormal se le ocurre montar en una moto a dos criaturas?
    -- Mujer, era sólo una vuelta a la manzana.. –se defendía.
    -- ¿No ves que se podían haber abierto la crisma, animal?
    -- No seas exagerada.
    -- Si es que esto me pasa por echarme de novio a un frutero.

    Aquello tuvo que dolerle. Aurelio se quedó callado, mirando fijo a la Tía, titubeó un instante, bajó los ojos,se metió las manos en los bolsillos de los pantalones, y al fin lo dijo.
    -- Así que es eso…
    -- ¿Que es qué?
    -- A la señorita estudiante no le parece lo bastante bueno un frutero.
    -- Yo no he dicho eso.
    -- No. No lo has dicho… Pero lo has dicho muchas veces antes. Que si no tengo inquietudes, ni ambiciones, que si parece mentira que un obrero como yo no tenga conciencia, todo el día con el trabajo, y el fútbol, el baile, el dinero…
    -- Es que es verdad.
    -- Sí. Va a ser verdad. Va a ser verdad que no soy lo bastante bueno para ti. O que no te parezco lo bastante bueno. Como los señoritos de la facultad, o como tus camaradas de los cojones. Esos sí son buenos.
    -- No digas idioteces, Frutero.
    -- No me llames Frutero, Mari. No tú. Mejor…no me llames nada. No te preocupes, que no vas a volver a llamarme nada. Ni yo a ti. Ya no.

    La Tía no contestó. Solo silencio y los pasos del Frutero alejándose, la puerta de la calle que se abría y se cerraba suave, sólo el roce de la batiente pesada contra el marco y el gatillazo del cerrojo. Al poco, desde la calle, el petardeo de una vespa que ya nunca se incorporaría al catálogo de los sonidos familiares.

-----------oooOooo----------


    Pasé casi cinco días sin hablar con Joserra. Le veía, claro, en el patio, en clase, muchas veces mientras caminábamos hacia el colegio por las mañanas, aunque cuando distinguía su espalda le notaba apretar el paso y yo aminoraba la marcha. Una tarde me lo encontré junto al kiosko, cuando yo iba a por el Informaciones y él acompañaba a su madre, cargado con la bolsa de la compra.
Fueron tardes desoladas, sin norte, plagadas del piojo del aburrimiento. Ni siquiera tenían sentido merendar deprisa, porque lo que había después era simplemente una larga tarde vacía. Jugaba con el Microbio con los indios de plástico, haciendo rodar canicas entre los cow-boys desplegados ante el fuerte y los pieles rojas que a caballo o a pie lo asediaban. Pero no teníamos costumbre de jugar sin pelearnos, y aquello no duraba mucho. Agarraba entonces un Mortadelo y me tumbaba a leer en la cama. Contaba los minutos hasta que empezara el horario infantil en la tele, y apareciera Maria Luisa Seco con las cartas llenas de versitos y dibujos infantiles que leía con voz chillona. Y luego, vuelta al aburrimiento.
    Cada vez que sonaba el teléfono en aquellas tardes me daba un vuelco el corazón, y me arrimaba enseguida, aunque sin osar descolgarlo. Si el Padre o la Tía permitían que se alargara más de tres timbrazos, les recordaba con un grito:
    -- ¡Teléfono!

    Me quedaba entonces remoloneando junto al aparato, sólo para abandonar derrotado el campo al comprobar que se trataba de una llamada de trabajo, o de una de esas entrecortadas de monosílabos que atendía Mari. Aunque una de las veces, inesperadamente, la Tía contestó con el “Buenas tardes, dígame” de rigor y a continuación me pasó el auricular con una sonrisa.
    --Es para ti.
    Casi le tuerzo la muñeca al arrebatarle el teléfono de las manos.
    -- ¿Sí? ¿Joserra?
    Pero era el abuelo Antonio. Creo que nunca me había hecho menos ilusión hablar con él, así que le cedí pronto el turno al Microbio, que revoloteaba a mi alrededor después de que le avisaran, tirándome de la manga, tratando de hacerse con el teléfono y musitando me-tocas, déjame-a-mis y venga-manus. Esa vez no le costó mucho conseguirlo.

© foto: Mario Tomic

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Broncas (2)





    De todos los sueños de mi infancia, el que aún guardo impreso con más viveza es uno en que me desplazaba a gran velocidad sobre cualquier tipo de superficie, montado en algún tipo de artilugio invisible que me elevaba un palmo del suelo. Así recorría las calles del barrio, los sembrados que veía por la ventanilla en los viajes a Galicia, el mar, el patio del colegio. No podría decir exactamente de donde procedía el impulso, pero sí conservo la sensación de velocidad y de ausencia de esfuerzo. No era volar, ni conducir tampoco, pero era genial y a mi me encantaban aquellos sueños.
    Lo más parecido que llegué a conocer a esa sensación fue la de montar en moto, y la primera moto en la que monté en mi vida fue la Vespa que compró Aurelio el Frutero, el novio de la Tía Mari. Se la había comprado a un compañero del mercado, de segunda mano, baqueteada pero reluciente tras un lavado concienzudo. Llevaba una especie de parabrisas de plástico y unas fundas sobresaliendo de los dos cuernos del manillar, que debían abrigar las manos en invierno pero que claramente estaban de más en aquella mañana de sábado. La Tía Mari le estaba esperando, porque el Frutero le había anunciado que vendría con una sorpresa, pero los que la vimos primero enfilar petardeando la calle, entre los plátanos que ya empezaban a brotar y el sol peleón de la primavera fue Joserra, con el que estaba echando una partida de robaterrenos con un destornillador viejo que habíamos encontrado por la calle. Jonás le daba patadas al balón contra la pared, y la hermana de Joserra y sus amigas saltaban la goma. También estaban Efrén y su panda, fumando y leyendo el Marca en un banco a pocos metros. Todos se volvieron para saludar al motorista.
    -- ¡Frutero motorizado a la vista! – anunció Efrén.

    Aurelio desmontó airoso del vehículo, sin cerrar el gas, y me llamó a voces.
    -- Manu, ¡avisa a tu tía que ha llegado el hombre de su vida!

    Ni se me pasó por la cabeza la posibilidad de hacerle caso. Salimos escopetados hacia la moto, con un solo objetivo en mente.
    -- Jo. ¡Es fardona! –eso dijo Joserra.
    -- ¿Me darás una vuelta, Frutero? Anda, dame una vuelta. Porfa – supliqué.
    -- Y a mi, Frutero, yo también quiero --terció Jonás.

    Pero el frutero no iba a ceder a la primera.
    --Tranquilidad, calma, buenos alimentos y mucha verdura. A ver ¿quién va a avisar a la tía?
    -- Voy yo, Aurelio, pero primero dame una vuelta. –ofrecí.
    -- ¿Has visto como suena esta máquina? –y giró el puño del acelerador, a lo que el motor respondió con una nueva tanda de estertores mecánicos, antes de entonar algo vagamente parecido a un rugido.

    El Frutero miró hacia el balcón de la casa, donde tendría que haber asomado ya hacía tiempo la Tía Mari, en vista del estrépito. Se conoce que andaba trasteando por el interior, o tendiendo o fregando, pero no había oído la llegada del motorista.
    -- Bah. Esta es la de 50 –terció Efrén, que se había acercado con los mayores--. Mi primo tiene la de 180 GS, y además a estrenar. Con cromados en los carenados.
    --Pues tan ricamente, le dices a tu primo que te lleve a dar un garbeíto. Y no olvides el casco, a ver si la humanidad va a tener que prescindir de ese cerebro privilegiado. Venga, Manu: monta que te doy la vuelta a la manzana mientras sale la pesada de tu tía.
    No tuvo que repetirlo. Trepé al sillín como mejor pude, reculé un poco, y repetí las palabras mágicas:
    -- Venga, Frutero ¡dale gas!

    Arrancó a topetazos y enfiló la calle desierta con más afanes que bríos, arrancando a su paso una leve brisa que me bebí a boca llena, asomando la cabeza tras la espalda de Aurelio, expectante como solo puede estarlo un niño que se asoma por vez primera a las sensaciones de la vida adulta, temblando con las vibraciones del motor, entusiasmado, feliz. Aurelio me gritó que me inclinara para tomar la primera curva, pero olvidó advertirme que era hacia la derecha, y tuvo que corregir de un golpe de manillar para entrar en la empinada cuesta que llevaba hacia el parque del kiosko. El siguiente giro ya supe que tenía que seguir el rumbo de su espalda. Dos curvas más y el llegamos de nuevo a la altura del portal, donde nos esperaban los demás, y sobre todo el Microbio, que me tironeó del brazo para ocupar el sitio.
    -- Me toca a mí.
    -- Jo, Frutero – me resistí – Otra vuelta más.
    -- Nada. Circulando –zanjó—. Sube a avisar a tu tía que es el turno de tu hermano.
    Eché mis cuentas, y me salió que seguramente mis probabilidades de conseguir otra ronda mejorarían si hacía caso al motorista, así que le cedí el sitio al microbio entre empujones y emprendí la carrera hacia el portal llamando a gritos a la tía, mientras Jonás se aferraba a la espalda del motorista y la vespa emprendí por segunda vez la vuelta a la manzana.
    Pero no tuve necesidad de subir las escaleras hasta la casa. Empujaba con esfuerzo la pesada puerta de metal y cristal esmerilado del portal cuando desde el balcón del segundo tronó, como la de un ángel justiciero, la inconfundible voz de la Tía Mari.
    -- Pero frutero ¡tú estás gilipollas o qué!

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Broncas (1)



    En el teléfono de casa siempre se hablaba poco tiempo, con medias palabras y a veces en clave. Hablo de mucho antes de que se inventaran las tarifas planas, en unos tiempos en que las conferencias eran un lujo raro –“Corta ya, que corre el contador”— y las conversaciones se reducían a transmitir noticias y arreglar citas. Tanto que tenía que pedir permiso antes de llamar a Joserra para proponerle una partida de Monopoly.
    --Oye ¿has hecho ya aquello?
    --Sí. Aunque las mates se me han atrancado. ¿Tú te acuerdas de cómo se suman los quebrados?
    --Claro.
    --El numerador ¿es lo de arriba o lo de abajo?
    --Que si quieres una como la de ayer.
    --¿Galletas? Jopé, Manu, se te entiende menos que al padre Guijarro cuando se pone a hablar del sexto.
    --Que si vienes a jugar al Monopoly a mi casa.
    --¡Mola!
    Joserra era mi amigo. Con eso quiero decir que no tenía otro. En realidad, casi nadie tenía otro. Cierto que estaban los compañeros con los que te llevabas bien, había quien tenía primos, los chavales del barrio, pero Joserra era mi amigo, y yo el suyo. O sea, que compartíamos todas las tardes de invierno, que preparábamos juntos las chapas para la vuelta ciclista cuando empezaba la temporada, que si le compraban un yo-yo no podía tardar yo más de dos días en agenciarme yo uno. Éramos uña y carne, y nos parecía lo más natural del mundo echar las tardes jugando, charlando, repasando los deberes, viendo la tele o dibujando. Merendábamos lo mismo y si por nosotros hubiera sido habríamos ido juntos de vacaciones. Aunque nadie nos preguntó nunca si querríamos hacerlo, así que cuando llegaba el fin de curso al Microbio y a mi nos empaquetaban para la casa de los abuelos, y Joserra se iba a La Manga con su madre y su hermana pequeña, que entonces era solamente un incordio, auqnue ya llevaba dentro la belleza que fue más tarde. Pero de eso ni Joserra ni yo sabíamos aún nada.
    Por eso fue tan duro lo de aquellos días. Joserra y yo no nos peleábamos nunca, aunque no siempre estuviéramos de acuerdo en todo. De hecho, nunca había motivos para discutir. Pero aquella tarde yo iba perdiendo la partida, Joserra tenía media ciudad erizada de hoteles –desde Lavapiés hasta el paseo del Prado—y cada vez que caía en una de sus casillas me tocaba pagar cantidades astronómicas que el me prestaba con intereses usurarios. Él estaba contento, claro, yo no tanto, pero no era nada que no hubiera pasado antes. Así que cuando los dados arrojaron por tercera vez consecutiva un doble, agarró la ficha roja y la depositó alegremente en la esquina del tablero que hacía de cárcel.
    -- ¿Quieres que le diga algo a tu madre?

    Lo dijo sin malicia alguna. Simplemente estaba contento y le pareció una ocurrencia graciosa. Lo sé porque le conocía como a mi mismo, y por la cara que puso luego. Y yo sé que si hubiera ido ganando no me hubiera enfadado como lo hice. Cosas de chicos.
    -- Eres un imbécil del culo, Joserra.
    -- Jo, no quería…era una…
    -- Un imbécil del culo y un mierdaseca. –yo ya no sabía cómo parar.
    --No te pongas así…
    -- Y lo que es por mi te puedes meter tus hotelitos y tus casitas por el culito.
    Entonces fue cuando levanté de una manotazo el tablero, y salieron volando todas las casas, las tarjetas, los billetes de colores, los dados y las fichas por los aires. Joserra se levantó, asustado. Yo ya chillaba:
    -- ¡Y además eres un tarado que no sabe ni siquiera lo que es el numerador!
    -- Manu, macho…
    --¡Un subnormal! ¡Una cagarruta! ¡Y un imbécil!

    Joserra retrocedió hasta la puerta, por donde asomó la Tía Mari para ver que pasaba. Le tendió el abrigo y le dijo que era mejor que se fuera para su casa.
    --¡Eso! ¡Que se vaya y no vuelva nunca más!
    Cuando volvió de acompañarle hasta la puerta encontró la puerta del cuarto cerrada. Dentro, comido por la rabia, yo sollozaba como un bebé. Y en vez de regañarme por lo que acababa de hacer se sentó a mi lado, en el suelo, atusándome el pelo, abrazándome, y diciéndome muy quedo.

    -- Ssssh. Tranquilo, Manu. Ya pasará… tranquilo.

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    Pero no pasó. Al día siguiente, camino del colegio, Joserra se me acercó a pedirme que le enseñara el cromo de Betancort, y que a decirme que si íbamos a su casa a ver el partido en la tele por la tarde.
    -- Mejor en mi casa ¿no?
    -- Mejor en la mía, Manu. La Telefunken es mejor que esa caca de General Electric.
    -- La que es una caca es tu Telefunken de mierda. Y tu padre es un colchonero rencoroso que se alegra si pierde el Madrid.
    -- ¿Tu estás idiota, o qué?

    No le respondí porque ya estaba corriendo a enseñarle el cromo al Lindo Galindo. Le dejé con la palabra en la boca. Aquella mañana no volvimos a cruzarnos siquiera una mirada, aunque no pude dejar de advertir que antes de la clase de mates estaba repasado los deberes con la ayuda de Jordi el Gafas. Así que cuando sonó la campana del recreo de comedor, cuando estábamos echando pies para formar los equipos, le dije a Galindo que si Joserra jugaba no contaran conmigo.

    -- Si juega éste, conmigo no contéis.

    Fue entonces él quien se dio a vuelta y se fue a leer unos tebeos de Old Shatterhand muy chulos que solía llevar al cole el Gordo Varela. Perdimos doce a ocho, y nos hubiera venido muy bien tener a Joserra en la defensa, pero yo me sentía todo satisfecho porque por una vez le había dejado las cosas muy claritas.


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Blanco y negro (y 4)



    -- Yo quiero ir a ver El barón rojo.
    -- Y yo. -- secundó el Microbio.
    -- Vaya. –respondió el Padre-- Pensaba llevaros a ver una de Harold Lloyd.
    -- ¿Salen aviones?
    -- No –dudó el Padre —yo diría que no.
    -- ¿Y es de guerra?
    -- No, esta de hoy… Pero es muy divertida.
    -- Ya. Pero seguro que no es en colores, ¿a que no?
    El padre me miró muy serio. Luego miró a la Madre, que agarró el periódico, conciliadora.
    -- Esperad que mire la cartelera ¿Cómo decís que se llama?
    -- El barón rojo. Es de un as de la aviación germana que pilota un biplano que es de color rojo y tiene una ametralladora así montada junto a la cabina y lleva una especie de casco de cuero y un pañuelo blanco, y dice el Gordo Varela que es muy fardona…
    -- Aquí dice que es para mayores de catorce años.
    -- Mierda –saltó el Microbio.
    -- Vigila esa boca, chaval.

    Así que tampoco esa vez tocó. Pero algo debió de dejarle huella al Padre, porque a las dos semanas nos llevó a ver la reposición de Lawrence de Arabia, en Cinemascope y Technicholor. Y además de la bolsa de palomitas nos cayó una coca-cola.
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    Una tarde, finalmente, me atreví a preguntarle al Padre.
    --Donde está Mamá… ¿tienen que ir vestidos con uniforme?
    --¿Cómo dices, Manuel?
    --Que si tienen que llevar un traje de esos a rayas…
    -- ¿Y una bola atada al pie? –se rió--. Me parece que has estado leyendo muchos tebeos.
    -- No, en serio.
    -- ¿Por qué preguntas eso, Manu? –había en su voz un tono de preocupación intensa, de desolación casi.
    Le expliqué lo de la revista enrollada que había encontrado. Que lo mismo la Madre adelgazaba demasiado, y hasta puede que enfermase. Que no entendía qué había hecho –que habían hecho aquellos hombres-esqueleto—para que los tratasen así. El Padre me llevó a dar una vuelta por el barrio –era una de esas tardes tibias de primavera en que el sol recorría perezoso su camino hacia el ocaso--, agarrado del hombro, mientras me contaba cómo era la vida en la cárcel. Que comían bien, aunque no les sobraban los paquetes que le mandábamos, que Amancio también había estado encerrado, y aunque no era plato de gusto, que tampoco se le veía tan mal, ¿verdad?. Que lo peor de la cárcel no era el frío, o el hambre, o el estar alejado de los tuyos, sino el sólo hecho de estar encerrado, de no poder elegir dónde pasar la siguiente tarde, de saber que fuera seguía la vida y a ti no te dejaban asomarte. Un día, y otro, y otro. Que pensara lo que había hecho yo –cada tarde, cada mañana, cada fin de semana—en estos últimos meses: montones de esas cosas eran imposibles para alguien que está en la cárcel. Pero que la Madre volvería pronto. Sana y salva, y con más ganas de achucharnos que de comerse un plato de macarrones.
    -- ¿Y los hombres de las fotos?
    Entonces, camino ya del Mojácar, antes de tomar una cocacola y unas aceitunas rellenas, el Padre me dio mi primera lección de historia. En tono profesoral, sosegado, me contó lo que había pasado en aquella guerra, y por qué un puñado de hombres habían decidido que había otros que no merecían ser tratados como personas, y los habían encerrado en ghettos, y luego obligado a llevar marcas en la ropa, y a cerrar sus negocios, a dejar sus empleos, a vender sus propiedades…hasta que finalmente decidieron exterminarlos. También me dijo que no me preocupara si no lograba entenderlo aún; que él ya tenía treinta y dos años y todavía no lo comprendía del todo.

© foto: Trmdttr

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Blanco y negro (3)



    Cuando comenzó a acompañarnos el Padre cambió también el tipo de salas, y las películas. Eran cines más pequeños, con acomodadores no siempre uniformados, donde proyectaban ciclos de Buster Keaton, de Charlot, del Gordo y el Flaco, de los hermanos Marx, todas las de Tarzán en que peleaba siempre bajo el agua con un mismo cocodrilo al que una y otra vez acababa dando muerte a cuchilladas.
De Buster Keaton me gustaban las persecuciones masivas –centenares de novias de blanco, de policías de oscuro, de obreros de mono o de soldados—que trataban de darle alcance mientras el de la cara de palo se ocultaba a la vuelta de una esquina, apoyado en una fachada que acababa desplomándose sobre su cabeza –aunque él se salvaba colándose por el vano de una ventana—o simplemente corriendo como alma que lleva el diablo. Charlot tenía aquella manera peculiar de andar a saltitos haciendo girar el bastón, desastradamente trajeado –bombín y todo— aunque le tocara desempeñar trabajos sucios y penosos. Stan y Laurel eran entonces mis favoritos: la voz meliflua del Flaco desencadenando toda clase de accidentes, golpes, caídas y desastres con la inocencia de quien acaba de llegar y aún no se ha hecho cargo de lo que está pasando; la altiva estupidez del Gordo que abusaba de la debilidad de su compinche.
    Estaban bien aquellas películas, no vayan a creer, aunque había que reconocer que eran raras. Cuando en el comedor del colegio –largas mesas corridas montadas diariamente en el gimnasio, tapizadas de cestas de pan, jarras metálicas y platos de loza blanca—nos poníamos el lunes a repasar las pelis del fin de semana (“¿Y te acuerdas cuando..?”), yo apenas podía meter baza. El lindo Galindo era el que las contaba mejor, con lujo de detalles, sin apenas titubeos, manteniendo el ritmo y el suspense de modo que te hacía sentir –casi—como si estuvieras tú mismo sentado en la butaca. Pero eran otras pelis: un puñado de casacas rojas defendiendo a base de descargas de fusilería un colina en Zulú --y aquí Pepe Guerra hacía honor a su apellido y nos contaba con detalle cómo una voz de mando bien coordinada podía aumentar el mortífero poder de fuego de las tropas indígenas. En El astronauta, Tony Leblanc, con el que tanto nos reíamos en la tele cuando hacía de Cristobalito Gazmoño y de Kid Tarao –“Estoy hecho un mulo”-- , se monta una NASA local y autárquica en un pueblo manchego. O ¿Dónde está el frente? con Jerry Lewis poniendo muecas –qué distinto a Buster Keaton— mientras intenta ganar él sólo la guerra. La misma guerra de los soldados y los esqueletos de la revista enrollada oculta en la estantería.

    Esas eran pelis que nosotros no íbamos a ver al cine. Y no es que no nos gustasen las que veíamos. Pero ¿cómo explicarles a Guerra, al Gordo Varela o a Joserra que había una extraña poesía en una historia donde un estirado profesor recoge a un niño-lobo en el bosque y trata de enseñarle a hablar, a manejar los cubiertos –qué empeño mostraban en el cole en que peláramos la naranja con tenedor y cuchillo— o a leer con unos cartones cubiertos de dibujos? Además de que casi no hablaban, era en blanco y negro.


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Blanco y negro (2)






    No recuerdo bien a qué edad empezaron los padres a llevarnos al cine. Sí en cambio que las primeras veces eran pelis de dibujos y era sólo la Madre la que nos acercaba, en la camioneta que nos llevaba hasta Diego de León, a ver Arturo o El libro de la selva. En algún momento, sin embargo, el Padre se incorporó a esas salidas, que pronto tuvieron unas reglas estrictas, como era habitual en él: siempre en domingo, siempre a sesión de cuatro, siempre unas chocolatinas redondas o unas palomitas (nunca las dos cosas), siempre cines pequeños donde daban películas en blanco y negro.
    Supongo que mi recuerdo de mi primera visita a una sala de cine está tan entreverado de fantasías, de imágenes tomadas prestadas de otras películas y de la huella que dejaron en mi ánimo otras primeras veces que sólo por un azar se parecerá en algo a la verdad. Pero mi memoria me devuelve la fascinación de los terciopelos rojos de los butacones de madera abatibles, las casacas entorchadas de los acomodadores, las entradas de papel basto burdamente impresas –a menudo con el título de la película--, de entresuelos con barandillas bruñidas a las que aferrarse, la fanfarria mil veces repetida del NO-DO (¡El mundo entero al alcance de los españoles!), las voces del vendedor de chocolatinas y bombón helado, la oscuridad de la sala, el run-run metálico de la cinta deslizándose afanosa sobre el proyector. Seguro que la mitad de todo eso es inventada, y la otra mitad envuelta en brumas, pero no la gozosa algarabía con que recibíamos al león de la Metro, el afán por no caernos del asiento plegado en vertical para estar más altos, la emoción de las imágenes que rasgaban súbitamente la oscuridad, el ansia con que buscaba la mano de la madre cuando los fotogramas despertaban temores que el sabor salado de las palomitas no calmaban. Con todos los años que han transcurrido, con lo distintas que fueron las salas que después frecuenté, con lo mucho que cambiaron mis gustos cinematográficos, debo confesar que pocas sensaciones me devuelven con tanta fuerza a los tiempos de mi infancia que el arranque de la proyección en mitad de una sala oscura, la promesa de una sesión –ya rara vez de programa doble—arrebujado en la butaca y dispuesto a vivir durante una hora y media en el pellejo de otros.

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    En los días que siguieron al descubrimiento regresé varias veces en busca de aquellas fotos. La repugnancia y el horror eran sólo lo que me producía el contemplarlas. Pero lo que me hacía volver a ellas eran la fascinación y el miedo. Seguí en un mapa los territorios de los campos. En algunas fotos, reconocí las siniestras calaveras asentadas sobre dos tibias cruzadas de las SS --¿quién sería el canalla que robó el emblema a mis admirados piratas de los mares cálidos?--, los cascos de acero con un reborde rebajado que cubría la nuca, los pesados abrigos de paño y la colección de insignias con esvásticas. Eran los mismos soldados alemanes –o germanos, como me gustaba decir entonces—que salían en mis tebeos de Hazañas Bélicas, oficiales enemigos pero dotados de un elevado sentido del honor, que jamás remataban a un prisionero, que afrontaban los inviernos de las estepas tan empapados de nieve como de nostalgia, que luchaban una guerra cuyo significado nadie se cuestionaba. Obedecían órdenes y se comportaban como hombres.
    Lo que mostraban las fotos, en cambio, no tenía nada que ver con los tebeos. Allí no había honor, ni valor, ni sacrificio, sólo la aniquilación de personas que de nadie parecían enemigas, sin fuerzas para empuñar un fúsil, sin más voluntad que la de sobrevivir al hambre extrema, al frío atroz, al sufrimiento infligido por lo que parecían ser otros hombres. Repasé muchas veces las fotos esos días, hasta el punto que llegaron a poblar mis pesadillas. En ellas me contemplaba arrastrándome perdido y escuálido por un gigantesco campo cubierto de barracones vacíos de cuyas chimeneas salía un humo espeso, rodeado de alambradas. Oía ladrar a los perros. Oía chillar a los guardianes. Y veía a la Madre, con la mirada perdida en las cuencas hundidas, saludarme a lo lejos, al otro lado de una explanada, antes de desaparecer en la bruma.


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Blanco y negro (1)


Para Dani, con mis sincieras disculpas


    Una de las paredes de la alcoba de los padres estaba cubierta por una estantería de pino basto que se alargaba hasta el techo. Allí acababan sus días, una vez leídos, los libros que andaban siempre rondando por la casa. Novelas,     sobre todo, de títulos prometedores – Mientras la ciudad duerme, Oscuro como la tumba en la que yace mi amigo, Los desnudos y los muertos--, libros de ensayo llenos de palabras imposibles –empiriocriticismo, dialéctica, praxis, historiografía--, cubiertas rústicas o lomos con sobredorados, almacenados en ocasiones en doble fila, cubiertos también a veces de una leve capa de polvo.
Aunque nunca encontré nada que llegara a poder leer, me gustaba curiosear entre los estantes, observando el contraste de los tamaños, la policromía de los lomos, tratando de deducir el significado de aquellas palabras a partir de las ilustraciones de la portada –cuando las había---, memorizando títulos y autores o simplemente dejando vagar la imaginación entre el despliegue de tipografías y colores. De aquella, imagino, me habrá quedado el gusto por husmear en los anaqueles de las librerías de viejo, por la rebusca en las casetas de Moyano o los batiburrillos de los mercados.
    Fue en el curso de uno de aquellos ratos, no lejos de un fin de año, cuando Jonás descubrió bajo la cama unos paquetes cuidadosamente envueltos en papel de regalo.

    --Ahí va, Manu ¿qué habrá aquí?

    Demasiado tarde: el Microbio había arrancado ya un trozo del envoltorio lo bastante grande como para distinguir, impresas en color rojo sobre fondo amarillo, unas letras que remedaban tablones rotos y dibujaban la palabra “FORT…” en mayúsculas. Así fue como mi hermano descubrió que los regalos de Papá Noel no se distribuían todos la noche del 24, sino que los dejaba en depósito, unas semanas antes, bajo la custodia de los padres.

    -- Imagínate, Microbio, que tuviera que repartir todo ese montón de juguetes en una noche. Él sólo.
    -- Pero tiene a los pajes…
    -- ¿Serás bobo? Esos son los Reyes Magos.


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    Semioculto tras una hilera de libros, enrollado en forma de grueso cilindro –y ya era llamativo que en nuestra casa alguna pieza de papel impreso recibiera ese maltrato— encontré aquello en una de mis incursiones. Fue inicialmente la curiosidad lo que me llevó a sacarlo del estante y desenrollarlo. Lo que vi había de quedar en mi memoria para siempre.
    Se trataba de una especie de revista gruesa, con textos en un idioma extranjero, aunque lo que llamaba poderosamente la atención eran las fotos. Imágenes en blanco y negro como las dos que ilustraban la portada: un hombre de una delgadez tan extrema que parecía más un esqueleto, los ojos nadando aterrados en las cuencas, despidiendo un brillo oscuro que traspasaba el mate del papel, los pómulos afilados a punto de horadar la piel, disfrazado con una especie de pijama basto de rayas gruesas, tocado con un gorro del mismo tejido que le bailaba sobre el cráneo casi pelado y mirando a la cámara como si quisiera tirar de uno hasta atraparlo. En el pecho mostraba unos números y una estrella de seis puntos de color más claro. A su lado, otra foto mostraba un montón de cuerpos, despojos humanos apilados hasta la altura de lo que parecía un almacén o una pequeña fábrica. En las páginas del interior se repetían las imágenes: largas filas de hombres y mujeres cadavéricos, edificios oscuros de ladrillo con artefactos de metal –eran las cámaras de gas--, patios embarrados, barracas de madera con literas de troncos y toscas estufas de metal, verjas y vías de tren, torretas de vigilancia erizadas de alambre de espinos, naves repletas de maletas, pilas de zapatos, muñecas, dientes de oro y plata… Los hombres-esqueleto aparecían a menudo en las fotos, en un rincón, siempre con es mirada negra y perdida, en solitario o en pequeños grupos. En el texto, nombres en mayúscula que ya no olvidaría: Dachau, Treblinka, Bergen-Belsen, Mauthausen…Auschwitz.
    El Microbio debió de notar algo, el silencio tal vez, la respiración contenida. Preguntó algo antes de arrimarse a curiosear, lo que me dio tiempo a volver a enrollar aquello antes de que pudiera echarle la vista encima.

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Una partida de campo (y 4)




    Aquella noche, Amancio durmió en el cuartelillo del pueblo del enorme campanario. Xavi se quedó a esperar que lo soltaran, con el coche, y nosotros tiramos para Madrid, con el estómago vacío y la congoja en el cuerpo.

    Jaime el Seta se quedó a dormir con nosotros, así que a Jonás y a mi nos tocó compartir cama. La tortilla de patatas de la tía Mari nos supo a gloria; el Microbio se tomó ración extra, aunque no se le quitó la cara de abrumado en toda la noche. Ni siquiera el vaso de colacao con galletas pareció templarle.
    Después de una fantástica pelea de almohadas –es difícil de creer la diferencia que va de dos a tres— el Microbio por fin soltó lo que le venía reconcomiendo.

    -Oye, Manu, ¿tú crees que a la Madre la llevaron a la cárcel pro algo que yo dije?

    El Seta, con una carcajada descarada, le arreó un tremendo almohadazo.

    -- ¡Picoleto! Que además de bocazas eras un picoleto.
    -- ¡Picoleto! --repetí, mientras le enviaba otro viaje con el cojín.

    Así hasta que llegó la tía Mari, y nos encontró al Seta y a mi empuñando las almohadas con cara de culpables. Se llevó a Jonás, que lloraba, al salón, y a mi me prometió un castigo del que no me iba a librar.

    Desde entonces, cuando realmente quería picar al Microbio sólo tenía que chillarle –o susurrarle al oído-- : ¡Microbio picoleto!.

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Una partida de campo (3)





    Aquel domingo, la excursión tenía río, o más bien riachuelo, y pilón cuajado de fauna y algas en medio de una dehesa cercada a las afueras del pueblo, así que los niños andábamos a la caza del renacuajo, comandados por el Seta, mientras los mayores se dedicaban a preparar la paella. Lo de cazar renacuajos tenía su miga; para empezar, porque aunque era una captura acuática era caza y no pesca. Por lo demás, no es que fuera complicado: era cuestión de tener un bote y estar dispuesto a empaparse la ropa a base de meter el brazo en el agua. La cosa era que en realidad de lo que nosotros andábamos detrás era de las ranas. Así que examinábamos con cuidado los ejemplares capturados, desechando los que tuvieran las aletas demasiado grandes o las patas sin desarrollar, con la esperanza de que si nos llevábamos a casa los renacuajos más maduros llegarían a convertirse en ranas. No me preguntes ahora por qué, pero ninguno sobrevivió tanto.
    Los mayores, mientras tanto, seguían con los preparativos de la comida, que consistían sobre todo en charlar y cantar: hablaban los hombres mientras iban a rebuscar leña para el fuego, parloteaban las mujeres mientras abrían las latas de sardinillas y mejillones, y repartían las bolsas de patatas fritas y los cucuruchos de aceitunas manzanilla en platos, charlaban todos juntos mientras trasegaban las cervezas del aperitivo, de dos en dos, en asamblea, sentados a una mesa, de pie en corros en los que se ofrecía tabaco y se palmoteaban espaldas y se sobaban barrigas.
    Nunca he conocido a nadie que hablase tanto, tan seguido y tan vehementemente como ese puñado de mayores que abrigó mi infancia. Y cuando se cansaban de charlar, cantaban.

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    Habían vertido ya el arroz en las paellas, que borboteaban alegres sobre el lecho de leña y piedras, arrojando aromas de azafrán que llegaban hasta nosotros y encendían el apetito aún por saciar, cuando apareció por el camino la guardia civil. Así se decía, la guardia civil, aunque en realidad sólo asomaba una pareja a pie, los capotes largos, el tricornio lanzando destellos de charol y los máusers al hombro. Lo que delató que habían entrado en la dehesa fue la súbita caída de la animación de las conversaciones, las cabezas que se giraban hacia el camino, sucesiva, discretamente; el silencio incómodo dio pronto paso a un simulacro de conversación, en el que ni las palabras, ni la alegría de los tonos, ni la vehemencia de las replicas eran más que un remedo torpe de lo que habían sido unos instantes atrás.

    -- Buenas tardes –saludó el civil más viejo, llevándose la mano al sombrero.
    -- Buenas tardes –respondieron varios de los mayores, aunque fue Amancio el que dio un paso hacia los guardias.
    --¿Qué? ¿De comida campestre?
    -- Efectivamente, mi cabo –contestó Amancio.
    -- ¿Vienen de Madrid?
    -- Sí, de la capital. Lo habrán notado por los coches… No les hemos ofrecido ¿quieren un botellín?
    -- No, por Dios, estamos de servicio.

    El guardia más joven se había alejado a curiosear entre los bultos –neveritas de campo, bolsas de comida, garrafas de vino, alguna mochila con ropa o toallas. Junto a los bultos estábamos los niños, que contemplábamos con interés la escena y nos aferrábamos a los botes de los renacuajos como si fuera a requisárnoslos. Ni se molestó en mirarlos; curioseó un poco a nuestro alrededor, fijándose especialmente en un manojo de periódicos y un par de libros, pero nada pareció salirse de lo corriente. Se volvió hacia el cabo, le hizo un gesto de conformidad y echó a andar para reunirse con el mando. Fue entonces cuando se produjo uno de esos momentos de silencio, una pausa en las conversaciones que, cuando hay congregado cierta multitud de gente, suele saludarse con un “Ha pasado un ángel”. Hasta se diría que el aire había dejado de soplar. De ahí que las palabras que el Microbio dirigió al Seta, en tono quedo, y casi susurradas, se oyeran con nitidez en la dehesa.

    --¿Y qué es un picoleto, Seta?

    Desde luego, llegaron a oídos del cabo –nos lo contó luego la tía Mari--, que torció el gesto, dijo que ya estaba bien de cháchara, que quería ver papeles, y Amancio se puso serio, se atrevió a preguntar por el motivo, que si había algo irregular. El cabo empezó a sulfurarse, a Amancio se le debió escapar la palabra “atropello”, la tía Mari se acercó a intentar mediar, mientras el Padre, Xavi y el resto de mujeres se mantenían a corta distancia, con cara de susto.


© foto: Smith

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Una partida de campo (3)



    Una de las cosas para las que servía el cuatrolatas era para las excursiones de los domingos al campo, normalmente a un pueblo con pinar o con río. No sé por qué, pero los que tenían pinar no solían tener río, y viceversa. Estas partidas de campo las compartíamos con algunos amigos de los Padres que tenían hijos pequeños; de todos ellos, el más amigo era Jaime el Seta. No recuerdo bien porqué le llamábamos el Seta, si no es porque se apellidaba Goizueta. Claro que su padre tenía el mismo apellido, y todos le llamábamos Xavi.
    Jaime tenía madera de líder era un poco más pequeño que yo, pero algo mayor que Jonás, y aunque íbamos al mismo colegio rara vez jugábamos juntos allí. La jerarquía de las clases en pocos sitios es más rígida que el patio de recreo: los de segundo no se mezclan con los de tercero, y hasta en los partidos de fútbol los del A jugábamos siempre contra los del B. Sólo la disputa con los de octavo, que ocupaban las canchas de baloncesto con balones duros como piedras y carreras desgarbadas de adolescentes podía unirnos temporalmente. Pero fuera del colegio, en nuestras excursiones, o en las largas tardes en su casa, Jaime el Seta era el inventor y el árbitro de todos nuestros juegos. La tía Mari decía que era muy espabilado, que se veía que era hijo de padres separados, pero yo en lo único que lo notaba era en que cuando íbamos al campo unas veces venía con Xavi y otras con Maite.

    Aquella mañana, Jaime cargaba como de costumbre con una bolsa repleta de sorpresas. Un balón oblongo de rugby que olía a caucho nuevo, un boomerang, tres Gi-joes con pelo cortado a cepillo que doblaban en estatura a nuestros escuálidos madelman y un avión de alas de membrana plástica que volaba impulsado por la fuerza de torsión de una gruesa goma sobre la hélice. En la perrera del cuatrolatas, además, viajaban la paella requemada de carbonilla, la nevera con hielos y repleta de botellines de skol y un par de sillas plegables. Maite, la madre del Seta, algún otro amigo que no recuerdo, el Padre al volante y Amancio de copiloto. Nosotros asomábamos la nariz desde el maletero y escuchábamos a los mayores discutir y cantar un repertorio sorprendente de canciones que siempre incluían versos con luchas, barricadas, banderas, guerrillero y otras por el estilo. Mi favorita era una italiana, que el Padre entonaba con brío y una voz de barítono, con tanto entusiasmo que Amancio tenía que llamarle la atención para que no se saliera del carril de un volantazo.

        Avanti popolo, alla riscossa
        Bandiera rossa, bandiera rossa
        Avanti popolo, alla riscossa
        Bandiera rossa trionferà

    Acabábamos aprendiendo todas esas canciones, aunque teníamos instrucciones estrictas de no repetirlas fuera de casa, ni siquiera cuando estábamos con los abuelos. En realidad, sobre todo cuando estábamos con los abuelos. Claro que yo se las enseñaba a Joserra y a los demás miembros de nuestra célula, pero ellos no iban a irse de la lengua.

    Entre canción y canción se iba pasando el trayecto, contando matrículas que no llevaran la M y viendo pasar en las lindes de la carretera los campos pelados de Castilla, de un verde intenso en primavera, tachonadas del rojo de las amapolas –que aún no habían sido desterradas a las lindes y los barbechos--, punteados de pueblos a los que se llegaba por carreteras estrechas y presididos siempre por el campanario de una iglesia enorme que casaba mal, por desporporcionada, con las docenas de casa y las calles embarradas. Luego, al llegar a nuestro destino, una parada en el bar para comprar una barra de hielo para las cervezas y un par de hogazas de pan para la comida. Aquella vez, cuando enfilábamos la cuesta que daba entrada al pueblo, poco antes de cruzar ante el yugo y las flechas que anunciaban el nombre de la población, a Jonás le llamó la atención la inmensa mole que sobresalía de un manto de tejas rojas.

    --¿Qué es aquello tan grande, Papá?
    -- ¿Aquello? Es una iglesia, Jonás, el campanario de una iglesia.
    -- ¿Y qué es una iglesia?

    Los mayores se rieron, supongo que satisfechos de los frutos de la educación laica, o tal vez asustados de lo lejos que había llegado su empeño en mantenernos alejados de aquello que tanto marcó su propia infancia: sotanas, sacristanes, rosarios y hostias consagradas. El único que no se río fue Amancio. Rara vez lo hacía.

    --Es un sitio donde los curas engañan a la gente.

    Y aunque no tenía una idea cabal de qué eran los curas, a Jonás le debió parecer bastante la respuesta, o le amedrentó el tono serio del camarada Amancio, porque no volvió a preguntar nada más.


© foto: Manuel H

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Una partida de campo (2)




     El despacho del Padre en la agencia Auger e Hijos no era muy grande, pero tenía un perchero de metal cromado, una mesa de madera brillante y repleta de papeles y un cajón para artículos de escritorio que parecía el cofre del tesoro: cajas de clips, una grapadora de acero brillante, un bote de tinta negra, flomasters de varios colores y hojas de papel grueso en las que siempre nos dejaba dibujar un rato. También tenía una secretaria que se llamaba Rosa y hablaba sin parar, pellizcándonos las mejillas y mareándonos con un perfume de esos que llamábamos embriagadores.
    El dueño de la agencia, el señor Auger, era un gordinflón con grandes bolsas bajo los ojos y modales ceremoniosos, que olía a loción de barbería y vestía siempre traje con chaleco. Un día nos explicó lo importante que era el Padre en la empresa.
    --Vuestro padre, chavales, es el mejor creativo de Auger e Hijos. Podéis estar orgullosos de él.
    Mientras se alejaba por el pasillo con esos andares de campesino que aún no se ha aclimatado al terno y la moqueta, el Padre nos dedicó una mueca como diciendo “No le hagáis mucho caso”. Y yo me acordé de un chiste de soldados mexicanos que tenían que empujar un camión para sacarlo de una zanja, y no había forma.
    Aunque le costara confesarlo, el Padre estaba orgulloso de su trabajo. No sólo porque nos había permitido comprar el cuatrolatas y alquilar un apartamento para veranear en Santander, sino porque le divertía inventarse eslóganes absurdos y letras para jingles pegadizos.

        Tres sabores, tres colores
        Tres gustos para tu boca,
        Prueba a cerrar los ojos
        Y adivina cuál te toca.

    Ese era el de caramelos Gusis, pero también estaba la campaña del café Nuar –Nuar, aromas de cafetal—y un porrón de ellas que nos contaba a veces por las noches, cuando regresaba a casa cansado pero a tiempo para charlar un rato con el Jonás y conmigo antes de dormir. Al Microbio y a mi, más que los carteles de los anuncios e incluso más que las bolsas de muestra de caramelo, nos gustaba el despacho del Padre en la agencia, las tardes que la tía Mari tenía exámenes o cosas que hacer y no había con quién dejarnos. Nos sentábamos en la mesa a pintar, o nos llevaban a una sala donde había una tele, y Rosa asomaba de vez en cuando a preguntar si queríamos otra cocacola. La respuesta era siempre sí, igual que ella siempre decía “Oooooh” abriendo mucho los ojos cuando les mostrábamos los dibujos de stukas bombardeando en picado y batallas de platillos volantes.

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Una partida de campo (1)



    Al Padre le empezaban a ir muy bien las cosas en su nuevo trabajo de la agencia de publicidad. Los del scalextric no fueron los únicos coches que entraron el la casa. El 600 heredado del abuelo Antonio fue reemplazado por un flamante 4-L, el cuatrolatas blanco en cuyo maletero habríamos de cubrir los niños los trayectos cortos, hacinados hasta cuatro de varias edades entre las bolsas y dando botes sobre unas mantas. Cuanto peor era el camino mayor la diversión, y no había para nosotros mejor asiento en el coche que la perrera. Aún me recuerdo mirando disolverse el paisaje entre el polvo de la carretera, la nariz pegada al cristal inclinado y esa felicidad plena de las que sólo somos capaces en la infancia.
    --¿Jugamos a las familias? –propuso Jaime el Seta.
    --¡Me pido perro! –replicó el Microbio con entusiasmo.

    Estrenamos el cuatrolatas una tarde de primavera con una excursión al monte del Pardo, coronada con patatas fritas y boquerones en vinagre en un mesón al que se acercaban los jabalíes a mendigar mendrugos de pan. Aunque no estaba de humor, el Padre convenció a la tía Mari de que nos acompañara. Mientras Jonás y yo enredábamos con los madelmans entre los hierros de los columpios, los mayores se entregaban al rito mil veces repetido de las cañitas y la conversación.

    --Cualquiera diría que te sienta mal –dijo el Padre, cuando creyó que no le oíamos.
    --No me sienta mal.
    --Entonces ¿a qué viene esa cara?

    La Tía se le quedó mirando como solía mirarnos a nosotros cuando habíamos hecho una gorda y dudaba si empezar a repartir gritos o quitarse directamente la zapatilla.
    --No es nada, joder. Pero…parece que no tengas a tu mujer en la cárcel.

    Ahora fue el padre quien se quedó mudo. Mari dio un sorbo a la cerveza, mientras clavaba los ojos en el suelo. Luego se volvió hacia nosotros, que estábamos probando la impermeabilidad del traje de hombre-rana del madelman en un charco.

    --¡Niños! Pero ¿pero es que nunca podéis inventar nada bueno?




© foto: Renault


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