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Despacho II

    Clavado con una chincheta sobre un corcho, hay un billete arrugado. Mil de las antiguas pesetas, de cuando las pesetas no eran antiguas.  En el espacio en blanco bajo la firma del gobernador Rojo, lejos de la mirada de Hernán Cortés, hay unos números escritos a mano. Son  números de teléfono, más largos que los habituales.

     No sabría decir de quién, pero en aquel momento eran tan importantes que los anoté en el único papel que tenía a mano. Eran la llave para obtener noticias de alguien que estaba tal vez al borde de la muerte y con seguridad al otro lado del mundo. Recuerdo perfectamente la cabina desde la que hice las llamadas, las interferencias, la tibieza de la noche, la cena que se enfriaba  mientras recababa unos datos que se habían escurrido a lo largo de un largo día. Recuerdo la angustia de las horas que siguieron. De muchas horas.  La culpa, tambien, por no  dejarlo todo y volar al otro lado del mundo. El rostro de ella, sobre todo. Su desolación sin fondo.

   Recuerdo unas cuantas cosas más que ahora apenas tienen importancia.
   Como el billete, carecen ya de curso legal.

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