Secuelas
El transplante la dejó amarrada a los inmunodepresores de por vida y una hendidura visible en el esternón, como si se hubiera persignado con un escalpelo.
De las otras secuelas sólo comenzó a percatarse cuando se vio desatender, contra su costumbre, las quejas continuas de su amiga Nuria, que tanto la azoraban antes. Cayó en la cuenta también de que apenas si lloraba ya en las películas, ni siquiera cuando el llanto de la protagonista apelaba a gritos a la compasión. Dejó de conmoverse con la desolación de su hija al caérsele a tierra la bola de fresa de un helado. No le temblaron las piernas cuando acompañó a su padre en el interminable funeral de su madre. Ni siquiera una lágrima vino en su auxilio cuando las convocó, urgida más por el decoro que por la tristeza.
Cayó entonces en la cuenta de que su donante era un desalmado.
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