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Fantasías literarias


    Con un clic seco como un disparo retiré la capucha. El peso de la estilográfica en mi mano invitaba a extremar el cuidado en la elección de las palabras. Un instante de duda antes de comenzar a desgranar --inspirado por un deseo que tu silencio apenas apaciguaba-- los sustantivos precisos,  los adjetivos restallantes, las metáforas locas que cada pliegue de tu cuerpo me iba dictando. El plumín se deslizaba dócil sobre la palma de tu mano izquierda, mullida y tersa, siguiendo el laberinto de renglones en que un quiromante había leido tu pasado y sobre los cuales deletreaba ahora mi presente: almohadillas de carne impregnadas de caricias olorosas y blandas que absorbían la tinta con el mismo ansia con que yo me perdía en los dulzores detu aroma. Un leve temblor acompañaba los trazos de mi caligrafía, que se resistía a apresurarse. Delicias de caricias de promesas de abrazos dactilares apocados y firmes y curiosos y lúcidos. Sobre las falanges cada uno de los cinco dedos  delineé por cinco veces tu nombre mayúsculo,  y coroné cada una de las yemas con un punto y seguido.
    Recorrí después tu brazo interminable, desde la muñeca hasta la axila, con tres largas frases que resumían todo lo que en ti habia hallado de fascinante: el gusto por la vida, la tristeza antigua que se resistía a aflorar, la luz que brotaba de tus ojos, la carnalidad que resonaba en tus suspiros, el tsunami desatado de tus carcajadas. En el hoyuelo de la clavícula inscribí la palabra beso. Una ristra de adjetivos engarzados resumía alrededor de tu cuello las virtudes que me obligaban a quererte como si ello fuera posible. Esmeré la letra para anotar sobre tu pecho los detalles de nuestro primer encuentro, el rojo cristalino de aquel  añejo, el brillo de escama de pez de tus pendientes, el temblor de tus labios acompasado con el de mis piernas, el ansia de la cercanía, el abrazo que anunció un ciento.
    Adorné con una tilde larga tu pezón para escribir --precisamente-- pezón. Dos lemas --Eficacia y Eficiencia-- quedaron anotados bajo el arco de cada uno de tus pechos. Aún me dio tiempo para redactar un breve manifiesto sobre tu vientre, donde quedaban solemnemente atestiguados los motivos de nuestros desencuentros gozosos y mis dudas razonables. Para entonces ya hacia tiempo que el trazo se iba tornando turbio y apresurado, como el temblor con que tú puntuabas cada nuevo sílaba.
    Decidí entonces reservar algún espacio para detalles sin importancia, y retomé la escritura sobre la piel áspera de tu pies, primero el izquierdo, donde fui grabando los nombres de todos los lugares a donde querría acompañarte, algunos versos sueltos de canciones y hasta una receta para hacer a cuatro manos sobre dos fogones. En tu muslo derecho me permití relatar la historia de la  paloma y el soldado de plomo.
    Por fin, me detuve a echar una ojeada al resultado antes de garabatear, coronando tu pubis: "Aquí, con tu permiso, quiero quedarme".

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