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Primeras nieves (2)




    Con nueve años, lo normal es lo que uno ve en casa y los raros son siempre los demás. A mi, por ejemplo, me resultaba extrañísimo que el padre de mi amigo Joserra se pusiera el pijama nada más llegar del trabajo, y me llamaba la atención encontrarlo así, en el estrecho salón de aquellas casas de protección     ofical, leyendo un libro y tomándose un whisky. Lo del libro y el whisky no me chocaba gran cosa, porque de ambos estábamos bien surtidos en casa, pero finalmente resultó lo más extravagante de todo. En cambio lo del pijama pude comprobar andando el tiempo que era de lo más normal.
    En casa no nos poníamos el pijama más que para ir a dormir. Y a veces ni eso. No era extraño que, al somarnos al salón alguna amanecida, nos topáramos con un tipo en calzoncillos y camiseta roncando sobre el sofá-cama, mal envuelto en una manta corta y en la peste de los cigarrillos de la noche anterior. Siempre eran “amigos”, o eso nos decía la Madre, pero rara vez repetían, ni volvíamos a verlos en las paellas que cocinaba el padre en el Pinar de Chamartín, ni aparecían por los cumpleaños con un regalo, como otros amigos. Nadie más que conociéramos tenía tantos amigos, pero eso no nos resultaba extraño. Los raros eran los otros, los que vestían pijama por las tardes.
    A mí me gustaba más cuando el que se quedaba a dormir era el abuelo Antonio, el padre de la Madre, con sus bigotes de morsa y su humor de farmaceútico de provincias. El abuelo nos recogía a Jonás a mí al salir del colegio, nos llevaba en taxi a todas partes –a hacer gestiones o compras que siempre desembocaban en conversaciones salpicadas de risotadas con otros tipos con bigotes más perfilados que los del abuelo, y nunca se olvidaba de pedir patatas fritas y aceitunas rellenas para acompañar las cocacolas. Si llegaba en diciembre, nos llevaba al mercadillo de Navidad de la Plaza Mayor a pasear entre los espumillones de colores, los puestos de zambombas y los pavos vivos que pastoreaban con una vara mujeres gordas vestidas de negro. Cada año, siempre en el mismo puesto, nos compraba una figura para el Belén, aunque sabía que los Padres no armaban nunca Nacimiento, con la excusa de que ya bastante navideño hacía el abeto. Pero el abuelo se reía mientras nos envolvían en papel de periódico el Gaspar de turno o el romano con lanza, y decía:
    --Que se jodan.
    Pero los Padres no se molestaban. Se limitaban a colocar la figura en un estante, junto a la banda de música uniformada modelada en barro que habían traido de un viaje a Portugal, y luego lo guardaban en una caja cuando el abuelo se largaba. Lástima que no viniera a la capital más que un par de veces al año. Antes de irse nos llamaba muy solemne al salón y nos hacía prometerle que seríamos malos, pero que no se lo dijésemos a los Padres. Luego nos daba una moneda grande de cincuenta pesetas y un beso con bigotes y olor a coñac.

    Los días que estaba en casa el abuelo Antonio no había amigos que se quedaran a dormir, no tampoco las cenas ruidosas de los martes, los miércoles y los jueves, ni siquiera las reuniones de algunas tardes que dejaban los ceniceros llenos de colillas y de papeles escritos rotos en trocitos muy pequeños. Y aunque el Padre miraba a la Madre con alivio cuando salía por la puerta, acompañado del mismo taxista de todas las veces, yo empezaba en aquel mismo instante a pensar en la próxima visita del abuelo Antonio.


© foto: Merce Blanco

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