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Tristeza

  

   De vez  en cuando me abandono a la tristeza, un desánimo lacio que suele preferir las tardes de otoño, la música francesa o el saxofón de Coltrane, y  la lluvia. La tristeza, esta tristeza de la que hablo, requiere cierto tiempo para desplegar sus mañas, ganar terreno y  arrinconarnos acobardados. Por eso conviene que te encuentre ocupado, pues evalúa entonces las molestias del acecho y opta por buscar otra víctima dispuesta a concederle el margen que requiere para medrar.  Esa --y no otra que suele alegarse-- es la causa de que la tristeza apenas anide en las casas donde hay niños.



   Sé de sobra, sin embargo, que hay otra tristeza. Que no respeta nada. Que se ceba con los más activos, con los que se exigen más. Esa que no para en barras de inviernos y veranos, capaz de arrasar con años de construcción paciente de la felicidad. A la que no le importa si hay niños delante. A esa tristeza, a esa sí, le tengo un miedo atroz.



   No deberían compartir nombre la melancolía y la depresión.



 

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