
Con los años, me fui desprendiendo del fetichismo que me impedía salir de una librería con las manos vacías. Si acaso, con la cartera vacía. Muy lejos quedan las tardes en que una visita a mi
dealer del ramo --tenía librero-- se saldaba con un montón de volúmenes --que luego digan que el saber no ocupa lugar-- que me habían parecido del todo imprescindibles sobre la mesa de novedades, o en la rebusca de las baldas. De vuelta a casa, tras hacerles un hueco entre los compañeros que llegaron antes, el interés se desvanecía y muchos de ellos, la mayoría a veces, se quedaban
per in saecula saeculorum amen acumulando polvo a la espera de una lectura que nunca llegaría.
Luego se me fue curando el ansia, a medida que el acceso a las buenas bibliotecas me abría la puerta de la acumulación temporal, menos lesiva para la cartera,casi igual de grata pero menos frustrante. Seguía presente la pulsión de desear y tomar; sólo que sin poseer. Sólo se acortaban los plazos para reconocer que ese libro en concreto sólo iba a merecer el desdén de una hojeada. Después vino una mudanza que me permitió devolver el favor: casi dos tercios de mi librería acabaron en bibliotecas. Los criterios de tan saludable espurgo tal vez los cuente otro día.
Ahora, suelo leer --últimamente menos-- lo que recupero de las dos bibliotecas a las que estoy abonado y también lo que me prestan. Sólo compro, aún con frecuencia, para regalar. Otras veces regalo , o presto a sabiendas, algunos de los volúmenes que conservo. No sé si por suerte o por desgracia, pocas personas se atreven a regalarme libros.
Viene esto a cuento de que alguien inesperado se ha atrevido a regalarme un libro. Y me ha hecho una ilusión tremenda, aunque aún no se haya formalizado la entrega.
Y también porque hacía mucho, mucho tiempo, que no llegaba a mis manos un libro --929 Mamet CON-- que me apeteciera añadir a mi menguante bilioteca. Se titula
Conversaciones con David Mamet, editado por Leslie Kane, en editorial Alba. Por si a alguien le interesa.
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