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La célula (2)






    La tía Mari ingresó en el partido el día que Jonás cumplió diez años. Según supe más tarde, la habían captado la Madre, después de discutir mucho con Amalio –también llamado el Responsable—si estaba preparada, si tenía la fibra y el aguanta y no sé cuántas cosas más que había que tener. Lo que sí recuerdo es a la tía Mari viniendo por casa todas las tardes una temporada, trayendo libros que devolvía a la madre todos subrayados y llevándose otros nuevos, discutiendo cosas que ni siquiera yo, que era dos años mayor que Jonás, entendía bien. El día del cumple, Amalio organizó un guiñol para los niños que habíamos invitado.
    Según iban entrando pasaban fugazmente por el salón donde los Padres ajustaban la hora de la recogida y ofrecían botellines a los otros padres. Allí solía hacerse la entrega del regalo, tímidamente, sin solemnidades, casi bruscamente. Así vestidos y tan modosos no había forma de reconocer a los compañeros. Si era un paquete plano, como de 35 por 20 y tapas duras, uno ya sabía que era un Tintín, un Asterix o un Mortadelo. Tocaba entonces abrirlo deprisa y –con suerte—podías exclamar satisfecho : “Hala, no lo tengo”. A medida que iban llegando los amigos era más probables que el proceso de desgarrar el papel con ansia, buscando unas letras o un dibujo delator concluyera en una mueca de fastidio y un resignado “Ya lo tengo”. Entonces la Madre te daba un capón sonreía a la madre del otro y siempre, siempre, decía: “No, seguro que no lo tienes”. Y la otra “Se puede cambiar” y sacaba a relucir un vale, un modelo que conocíamos bien y que permitía cambiar el tebeo en la papelería del barrio por algún otro, o una caja de lápices Alpino.
    Para entonces, lo normal es que los niños ya nos hubiéramos instalado en el cuarto, ante unas fantas o unas cocacolas y una bandeja de mediasnoches a las que nadie –salvo el Gordo Varela—hacía el menor caso. La ronda de reconocimiento se iniciaba por la inspección de tebeos, y seguía por las cajas de los juguetes, o los tambores de detergente repletos de indios, soldados de varias guerras mundiales y caballos con y sin montura. Finalmente, el descubrimiento de algo que llamaba la atención:
    --¿Lo saco?
    --Vale.

    Dos minutos después los abrigos estaban arrebujados sobre la cama, la compostura inicial desaparecía como por ensalmo y los vasos de papel con la fanta peligraban en las esquinas de la mesa o en el mismo suelo. No tardaba en llegar un adulto a pedir que bajáramos un poco el volumen, pero el guirigay no cesaba hasta que sonaba de nuevo el timbre de la calle, anunciando un regalo y con él un nuevo amigo dispuesto a sumarse a la diversión.


© foto: Allegr0

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