Blanco y negro (1)
Para Dani, con mis sincieras disculpas
Una de las paredes de la alcoba de los padres estaba cubierta por una estantería de pino basto que se alargaba hasta el techo. Allí acababan sus días, una vez leídos, los libros que andaban siempre rondando por la casa. Novelas, sobre todo, de títulos prometedores – Mientras la ciudad duerme, Oscuro como la tumba en la que yace mi amigo, Los desnudos y los muertos--, libros de ensayo llenos de palabras imposibles –empiriocriticismo, dialéctica, praxis, historiografía--, cubiertas rústicas o lomos con sobredorados, almacenados en ocasiones en doble fila, cubiertos también a veces de una leve capa de polvo.
Aunque nunca encontré nada que llegara a poder leer, me gustaba curiosear entre los estantes, observando el contraste de los tamaños, la policromía de los lomos, tratando de deducir el significado de aquellas palabras a partir de las ilustraciones de la portada –cuando las había---, memorizando títulos y autores o simplemente dejando vagar la imaginación entre el despliegue de tipografías y colores. De aquella, imagino, me habrá quedado el gusto por husmear en los anaqueles de las librerías de viejo, por la rebusca en las casetas de Moyano o los batiburrillos de los mercados.
Fue en el curso de uno de aquellos ratos, no lejos de un fin de año, cuando Jonás descubrió bajo la cama unos paquetes cuidadosamente envueltos en papel de regalo.
--Ahí va, Manu ¿qué habrá aquí?
Demasiado tarde: el Microbio había arrancado ya un trozo del envoltorio lo bastante grande como para distinguir, impresas en color rojo sobre fondo amarillo, unas letras que remedaban tablones rotos y dibujaban la palabra “FORT…” en mayúsculas. Así fue como mi hermano descubrió que los regalos de Papá Noel no se distribuían todos la noche del 24, sino que los dejaba en depósito, unas semanas antes, bajo la custodia de los padres.
-- Imagínate, Microbio, que tuviera que repartir todo ese montón de juguetes en una noche. Él sólo.
-- Pero tiene a los pajes…
-- ¿Serás bobo? Esos son los Reyes Magos.
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Semioculto tras una hilera de libros, enrollado en forma de grueso cilindro –y ya era llamativo que en nuestra casa alguna pieza de papel impreso recibiera ese maltrato— encontré aquello en una de mis incursiones. Fue inicialmente la curiosidad lo que me llevó a sacarlo del estante y desenrollarlo. Lo que vi había de quedar en mi memoria para siempre.
Se trataba de una especie de revista gruesa, con textos en un idioma extranjero, aunque lo que llamaba poderosamente la atención eran las fotos. Imágenes en blanco y negro como las dos que ilustraban la portada: un hombre de una delgadez tan extrema que parecía más un esqueleto, los ojos nadando aterrados en las cuencas, despidiendo un brillo oscuro que traspasaba el mate del papel, los pómulos afilados a punto de horadar la piel, disfrazado con una especie de pijama basto de rayas gruesas, tocado con un gorro del mismo tejido que le bailaba sobre el cráneo casi pelado y mirando a la cámara como si quisiera tirar de uno hasta atraparlo. En el pecho mostraba unos números y una estrella de seis puntos de color más claro. A su lado, otra foto mostraba un montón de cuerpos, despojos humanos apilados hasta la altura de lo que parecía un almacén o una pequeña fábrica. En las páginas del interior se repetían las imágenes: largas filas de hombres y mujeres cadavéricos, edificios oscuros de ladrillo con artefactos de metal –eran las cámaras de gas--, patios embarrados, barracas de madera con literas de troncos y toscas estufas de metal, verjas y vías de tren, torretas de vigilancia erizadas de alambre de espinos, naves repletas de maletas, pilas de zapatos, muñecas, dientes de oro y plata… Los hombres-esqueleto aparecían a menudo en las fotos, en un rincón, siempre con es mirada negra y perdida, en solitario o en pequeños grupos. En el texto, nombres en mayúscula que ya no olvidaría: Dachau, Treblinka, Bergen-Belsen, Mauthausen…Auschwitz.
El Microbio debió de notar algo, el silencio tal vez, la respiración contenida. Preguntó algo antes de arrimarse a curiosear, lo que me dio tiempo a volver a enrollar aquello antes de que pudiera echarle la vista encima.
Etiquetas: Primeras nieves, Relatos
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