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Juegos de cartas (2)





    Antes de que viniera a vivir con nosotros, todos los domingos aparecía a comer la tía Mari, acompañada por lo común de Aurelio el frutero, un novio. Todo lo que tenía Mari de desgarbada y nerviosa, el brillo de los ojos pardos y la cabellera rebelde, lo tenía Aurelio de cachazudo, orondo y pausado. Era redondo en todas sus partes y todas sus acepciones: una calva redonda y brillante, una panza tersa y descomunal, mofletes como melocotones en almíbar y un pensamiento esencialmente circular, basado en dos pilares: no hay nada nuevo bajo el sol y mañana será otro día. Lo que no entiendo es cómo la tía Mari, todo brío y todo nervio, aguantaba a aquel pedazo de carne con ojos. Lo cierto es que hacían una pareja de mus absolutamente imbatible.
    Cada domingo asomaban para el vermú por el Mojácar, el bar de la esquina del parque. Cuando aprendí que el vermú era un tipo de bebida, me costó aún entender por que se llamaba así a la reunión del aperitivo de cada fin de semana, porque los padres tomaban cerveza, Mari y el Frutero chatos de tinto y los niños     cocacola con pajita y patatas fritas. Preguntas cómo esa --¿por qué siempre hay refranes que sostienen cosas contradictorias? o ¿si la televisión es mala para los niños, por qué los mayores la ven tanto?-- empecé a planteármelas a medida que embocaba el final de la niñez y a darles respuesta entre las brumas de la adolescencia. Para muchas, claro, sigo sin tener respuestas.
    La reunión de los domingos arrancaba del vermú en el Mojácar, atravesaba la paella del Padre que se demoraba siempre sobre el horario previsto para concluir, horas después, con los mayores sentados a la mesa con cuatro cartas en la mano y montoncitos de garbanzos dispersos entre las tazas de café y las copas de licor, mientras Jonás y yo veíamos en la tele “El Virginiano”. Era la hora del mus.

    --A la mano con un pimiento.
    --De una a dos
    --Veo…y no pierdo.
    --A llorar a los Paúles, Frutero.

    El arsenal de frases hirientes, latiguillos chulescos y desplantes histriónicos convertían la partida de mus en un teatro donde los adultos representaban ante nuestros fascinados ojos una obra emocionante pero incomprensible. El juego, como un mar de fondo, apenas se intuía, y uno tenía la impresión de que la baraja y los amarracos no eran más que una excusa para que los mayores pudieran hacer todo aquello que nos prohibían a los pequeños: chillar, insultarse, decir palabrotas, pegarse palmetadas en la espalda, reírse a carcajadas y enfadarse unos con otros. Mi ánimo se dividía entre la habilidad con el revólver del Virginiano --un hombre de temple, que sólo desenfundaba si la ocasión lo exigía y al que uno nunca se imaginaría jugando al mus con su amigo Trampas—y la pasión de la batalla campal que se desarrollaba sobre una mesa a escasos metros de allí. Para Jonás, en cambio, las lealtades estaban claras.

    --¡Callaros, que no se oye la tele!

    La Madre sacaba entonces a relucir sus mañas de profesora y sus resabios de primera de la clase.
    --Se dice “callaos”, Nene –le corregía.
    --¡Que os calléis! –replicaba el pequeño, triplemente enfurruñado, porque no le hacía ni pizca de gracia que le llamaran Nene, ni que no se obedecieran sus órdenes, ni muchos menos que le corrigiesen.

    Los mayores, conocedores del genio fiero de Jonás, se miraban, se hacían guiños y bajaban momentáneamente la voz, aunque el volumen no tardaba en volver a los niveles de antes, puntuados por ocasionales trallazos.

    -- ¡Ni mus, ni pollas!

    Yo era un avezado jugador de brisca, me defendía a las damas y conocía otro puñado de juegos de naipes: el cinquillo, la guerra, el burro, la pocha… Así que suponía que la partida de los mayores no encerraría misterio alguno, pero lo cierto es que por más que observaba las manos y los descartes, por más atención que ponían en el vaivén de naipes y bravuconadas, no conseguía sacar nada en claro. Preguntar, ni que decir tiene, estaba descartado. Ya lo había dicho un día el Frutero:

    --Los mirones, en el mus, son de piedra y dan tabaco.

    Mari y su novio solían jugar de compañeros, pero de vez en cuando se echaban reyes para cambiar parejas, y les tocaba juntas a la Madre y su hermana. Entonces las cartas no les regateaban ni una sola vez la suerte, y hacían de la partida un paseo triunfal, más humillante para los hombres porque ellas ni siquiera abusaban de las ofensas verbales. Era tal la superioridad de las mujeres que en vez de hurgar en las heridas, como parecía requerir el juego, casi se disculpaban, pero en las caras del Padre y el Frutero se veía bien a las claras que hubieran preferido, de lejos, un “Se dan lecciones de mus, los martes de 6 a 7” a los modales gentiles y condescendientes de las chicas.
    Para cuando acababa la partida, el Virginiano ya se había cargado a los malos y Trampas, su fiel mano derecha, era objeto de alguna broma pesada. Entonces nos acercábamos los niños a la mesa y echábamos todos juntos una brisca o un cinquillo.



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