Una partida de campo (3)
Aquel domingo, la excursión tenía río, o más bien riachuelo, y pilón cuajado de fauna y algas en medio de una dehesa cercada a las afueras del pueblo, así que los niños andábamos a la caza del renacuajo, comandados por el Seta, mientras los mayores se dedicaban a preparar la paella. Lo de cazar renacuajos tenía su miga; para empezar, porque aunque era una captura acuática era caza y no pesca. Por lo demás, no es que fuera complicado: era cuestión de tener un bote y estar dispuesto a empaparse la ropa a base de meter el brazo en el agua. La cosa era que en realidad de lo que nosotros andábamos detrás era de las ranas. Así que examinábamos con cuidado los ejemplares capturados, desechando los que tuvieran las aletas demasiado grandes o las patas sin desarrollar, con la esperanza de que si nos llevábamos a casa los renacuajos más maduros llegarían a convertirse en ranas. No me preguntes ahora por qué, pero ninguno sobrevivió tanto.
Los mayores, mientras tanto, seguían con los preparativos de la comida, que consistían sobre todo en charlar y cantar: hablaban los hombres mientras iban a rebuscar leña para el fuego, parloteaban las mujeres mientras abrían las latas de sardinillas y mejillones, y repartían las bolsas de patatas fritas y los cucuruchos de aceitunas manzanilla en platos, charlaban todos juntos mientras trasegaban las cervezas del aperitivo, de dos en dos, en asamblea, sentados a una mesa, de pie en corros en los que se ofrecía tabaco y se palmoteaban espaldas y se sobaban barrigas.
Nunca he conocido a nadie que hablase tanto, tan seguido y tan vehementemente como ese puñado de mayores que abrigó mi infancia. Y cuando se cansaban de charlar, cantaban.
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Habían vertido ya el arroz en las paellas, que borboteaban alegres sobre el lecho de leña y piedras, arrojando aromas de azafrán que llegaban hasta nosotros y encendían el apetito aún por saciar, cuando apareció por el camino la guardia civil. Así se decía, la guardia civil, aunque en realidad sólo asomaba una pareja a pie, los capotes largos, el tricornio lanzando destellos de charol y los máusers al hombro. Lo que delató que habían entrado en la dehesa fue la súbita caída de la animación de las conversaciones, las cabezas que se giraban hacia el camino, sucesiva, discretamente; el silencio incómodo dio pronto paso a un simulacro de conversación, en el que ni las palabras, ni la alegría de los tonos, ni la vehemencia de las replicas eran más que un remedo torpe de lo que habían sido unos instantes atrás.
-- Buenas tardes –saludó el civil más viejo, llevándose la mano al sombrero.
-- Buenas tardes –respondieron varios de los mayores, aunque fue Amancio el que dio un paso hacia los guardias.
--¿Qué? ¿De comida campestre?
-- Efectivamente, mi cabo –contestó Amancio.
-- ¿Vienen de Madrid?
-- Sí, de la capital. Lo habrán notado por los coches… No les hemos ofrecido ¿quieren un botellín?
-- No, por Dios, estamos de servicio.
El guardia más joven se había alejado a curiosear entre los bultos –neveritas de campo, bolsas de comida, garrafas de vino, alguna mochila con ropa o toallas. Junto a los bultos estábamos los niños, que contemplábamos con interés la escena y nos aferrábamos a los botes de los renacuajos como si fuera a requisárnoslos. Ni se molestó en mirarlos; curioseó un poco a nuestro alrededor, fijándose especialmente en un manojo de periódicos y un par de libros, pero nada pareció salirse de lo corriente. Se volvió hacia el cabo, le hizo un gesto de conformidad y echó a andar para reunirse con el mando. Fue entonces cuando se produjo uno de esos momentos de silencio, una pausa en las conversaciones que, cuando hay congregado cierta multitud de gente, suele saludarse con un “Ha pasado un ángel”. Hasta se diría que el aire había dejado de soplar. De ahí que las palabras que el Microbio dirigió al Seta, en tono quedo, y casi susurradas, se oyeran con nitidez en la dehesa.
--¿Y qué es un picoleto, Seta?
Desde luego, llegaron a oídos del cabo –nos lo contó luego la tía Mari--, que torció el gesto, dijo que ya estaba bien de cháchara, que quería ver papeles, y Amancio se puso serio, se atrevió a preguntar por el motivo, que si había algo irregular. El cabo empezó a sulfurarse, a Amancio se le debió escapar la palabra “atropello”, la tía Mari se acercó a intentar mediar, mientras el Padre, Xavi y el resto de mujeres se mantenían a corta distancia, con cara de susto.
© foto: Smith
Etiquetas: Primeras nieves, Relatos
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