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Una partida de campo (2)




     El despacho del Padre en la agencia Auger e Hijos no era muy grande, pero tenía un perchero de metal cromado, una mesa de madera brillante y repleta de papeles y un cajón para artículos de escritorio que parecía el cofre del tesoro: cajas de clips, una grapadora de acero brillante, un bote de tinta negra, flomasters de varios colores y hojas de papel grueso en las que siempre nos dejaba dibujar un rato. También tenía una secretaria que se llamaba Rosa y hablaba sin parar, pellizcándonos las mejillas y mareándonos con un perfume de esos que llamábamos embriagadores.
    El dueño de la agencia, el señor Auger, era un gordinflón con grandes bolsas bajo los ojos y modales ceremoniosos, que olía a loción de barbería y vestía siempre traje con chaleco. Un día nos explicó lo importante que era el Padre en la empresa.
    --Vuestro padre, chavales, es el mejor creativo de Auger e Hijos. Podéis estar orgullosos de él.
    Mientras se alejaba por el pasillo con esos andares de campesino que aún no se ha aclimatado al terno y la moqueta, el Padre nos dedicó una mueca como diciendo “No le hagáis mucho caso”. Y yo me acordé de un chiste de soldados mexicanos que tenían que empujar un camión para sacarlo de una zanja, y no había forma.
    Aunque le costara confesarlo, el Padre estaba orgulloso de su trabajo. No sólo porque nos había permitido comprar el cuatrolatas y alquilar un apartamento para veranear en Santander, sino porque le divertía inventarse eslóganes absurdos y letras para jingles pegadizos.

        Tres sabores, tres colores
        Tres gustos para tu boca,
        Prueba a cerrar los ojos
        Y adivina cuál te toca.

    Ese era el de caramelos Gusis, pero también estaba la campaña del café Nuar –Nuar, aromas de cafetal—y un porrón de ellas que nos contaba a veces por las noches, cuando regresaba a casa cansado pero a tiempo para charlar un rato con el Jonás y conmigo antes de dormir. Al Microbio y a mi, más que los carteles de los anuncios e incluso más que las bolsas de muestra de caramelo, nos gustaba el despacho del Padre en la agencia, las tardes que la tía Mari tenía exámenes o cosas que hacer y no había con quién dejarnos. Nos sentábamos en la mesa a pintar, o nos llevaban a una sala donde había una tele, y Rosa asomaba de vez en cuando a preguntar si queríamos otra cocacola. La respuesta era siempre sí, igual que ella siempre decía “Oooooh” abriendo mucho los ojos cuando les mostrábamos los dibujos de stukas bombardeando en picado y batallas de platillos volantes.

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