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Blanco y negro (3)



    Cuando comenzó a acompañarnos el Padre cambió también el tipo de salas, y las películas. Eran cines más pequeños, con acomodadores no siempre uniformados, donde proyectaban ciclos de Buster Keaton, de Charlot, del Gordo y el Flaco, de los hermanos Marx, todas las de Tarzán en que peleaba siempre bajo el agua con un mismo cocodrilo al que una y otra vez acababa dando muerte a cuchilladas.
De Buster Keaton me gustaban las persecuciones masivas –centenares de novias de blanco, de policías de oscuro, de obreros de mono o de soldados—que trataban de darle alcance mientras el de la cara de palo se ocultaba a la vuelta de una esquina, apoyado en una fachada que acababa desplomándose sobre su cabeza –aunque él se salvaba colándose por el vano de una ventana—o simplemente corriendo como alma que lleva el diablo. Charlot tenía aquella manera peculiar de andar a saltitos haciendo girar el bastón, desastradamente trajeado –bombín y todo— aunque le tocara desempeñar trabajos sucios y penosos. Stan y Laurel eran entonces mis favoritos: la voz meliflua del Flaco desencadenando toda clase de accidentes, golpes, caídas y desastres con la inocencia de quien acaba de llegar y aún no se ha hecho cargo de lo que está pasando; la altiva estupidez del Gordo que abusaba de la debilidad de su compinche.
    Estaban bien aquellas películas, no vayan a creer, aunque había que reconocer que eran raras. Cuando en el comedor del colegio –largas mesas corridas montadas diariamente en el gimnasio, tapizadas de cestas de pan, jarras metálicas y platos de loza blanca—nos poníamos el lunes a repasar las pelis del fin de semana (“¿Y te acuerdas cuando..?”), yo apenas podía meter baza. El lindo Galindo era el que las contaba mejor, con lujo de detalles, sin apenas titubeos, manteniendo el ritmo y el suspense de modo que te hacía sentir –casi—como si estuvieras tú mismo sentado en la butaca. Pero eran otras pelis: un puñado de casacas rojas defendiendo a base de descargas de fusilería un colina en Zulú --y aquí Pepe Guerra hacía honor a su apellido y nos contaba con detalle cómo una voz de mando bien coordinada podía aumentar el mortífero poder de fuego de las tropas indígenas. En El astronauta, Tony Leblanc, con el que tanto nos reíamos en la tele cuando hacía de Cristobalito Gazmoño y de Kid Tarao –“Estoy hecho un mulo”-- , se monta una NASA local y autárquica en un pueblo manchego. O ¿Dónde está el frente? con Jerry Lewis poniendo muecas –qué distinto a Buster Keaton— mientras intenta ganar él sólo la guerra. La misma guerra de los soldados y los esqueletos de la revista enrollada oculta en la estantería.

    Esas eran pelis que nosotros no íbamos a ver al cine. Y no es que no nos gustasen las que veíamos. Pero ¿cómo explicarles a Guerra, al Gordo Varela o a Joserra que había una extraña poesía en una historia donde un estirado profesor recoge a un niño-lobo en el bosque y trata de enseñarle a hablar, a manejar los cubiertos –qué empeño mostraban en el cole en que peláramos la naranja con tenedor y cuchillo— o a leer con unos cartones cubiertos de dibujos? Además de que casi no hablaban, era en blanco y negro.


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