Broncas (1)
En el teléfono de casa siempre se hablaba poco tiempo, con medias palabras y a veces en clave. Hablo de mucho antes de que se inventaran las tarifas planas, en unos tiempos en que las conferencias eran un lujo raro –“Corta ya, que corre el contador”— y las conversaciones se reducían a transmitir noticias y arreglar citas. Tanto que tenía que pedir permiso antes de llamar a Joserra para proponerle una partida de Monopoly.
--Oye ¿has hecho ya aquello?
--Sí. Aunque las mates se me han atrancado. ¿Tú te acuerdas de cómo se suman los quebrados?
--Claro.
--El numerador ¿es lo de arriba o lo de abajo?
--Que si quieres una como la de ayer.
--¿Galletas? Jopé, Manu, se te entiende menos que al padre Guijarro cuando se pone a hablar del sexto.
--Que si vienes a jugar al Monopoly a mi casa.
--¡Mola!
Joserra era mi amigo. Con eso quiero decir que no tenía otro. En realidad, casi nadie tenía otro. Cierto que estaban los compañeros con los que te llevabas bien, había quien tenía primos, los chavales del barrio, pero Joserra era mi amigo, y yo el suyo. O sea, que compartíamos todas las tardes de invierno, que preparábamos juntos las chapas para la vuelta ciclista cuando empezaba la temporada, que si le compraban un yo-yo no podía tardar yo más de dos días en agenciarme yo uno. Éramos uña y carne, y nos parecía lo más natural del mundo echar las tardes jugando, charlando, repasando los deberes, viendo la tele o dibujando. Merendábamos lo mismo y si por nosotros hubiera sido habríamos ido juntos de vacaciones. Aunque nadie nos preguntó nunca si querríamos hacerlo, así que cuando llegaba el fin de curso al Microbio y a mi nos empaquetaban para la casa de los abuelos, y Joserra se iba a La Manga con su madre y su hermana pequeña, que entonces era solamente un incordio, auqnue ya llevaba dentro la belleza que fue más tarde. Pero de eso ni Joserra ni yo sabíamos aún nada.
Por eso fue tan duro lo de aquellos días. Joserra y yo no nos peleábamos nunca, aunque no siempre estuviéramos de acuerdo en todo. De hecho, nunca había motivos para discutir. Pero aquella tarde yo iba perdiendo la partida, Joserra tenía media ciudad erizada de hoteles –desde Lavapiés hasta el paseo del Prado—y cada vez que caía en una de sus casillas me tocaba pagar cantidades astronómicas que el me prestaba con intereses usurarios. Él estaba contento, claro, yo no tanto, pero no era nada que no hubiera pasado antes. Así que cuando los dados arrojaron por tercera vez consecutiva un doble, agarró la ficha roja y la depositó alegremente en la esquina del tablero que hacía de cárcel.
-- ¿Quieres que le diga algo a tu madre?
Lo dijo sin malicia alguna. Simplemente estaba contento y le pareció una ocurrencia graciosa. Lo sé porque le conocía como a mi mismo, y por la cara que puso luego. Y yo sé que si hubiera ido ganando no me hubiera enfadado como lo hice. Cosas de chicos.
-- Eres un imbécil del culo, Joserra.
-- Jo, no quería…era una…
-- Un imbécil del culo y un mierdaseca. –yo ya no sabía cómo parar.
--No te pongas así…
-- Y lo que es por mi te puedes meter tus hotelitos y tus casitas por el culito.
Entonces fue cuando levanté de una manotazo el tablero, y salieron volando todas las casas, las tarjetas, los billetes de colores, los dados y las fichas por los aires. Joserra se levantó, asustado. Yo ya chillaba:
-- ¡Y además eres un tarado que no sabe ni siquiera lo que es el numerador!
-- Manu, macho…
--¡Un subnormal! ¡Una cagarruta! ¡Y un imbécil!
Joserra retrocedió hasta la puerta, por donde asomó la Tía Mari para ver que pasaba. Le tendió el abrigo y le dijo que era mejor que se fuera para su casa.
--¡Eso! ¡Que se vaya y no vuelva nunca más!
Cuando volvió de acompañarle hasta la puerta encontró la puerta del cuarto cerrada. Dentro, comido por la rabia, yo sollozaba como un bebé. Y en vez de regañarme por lo que acababa de hacer se sentó a mi lado, en el suelo, atusándome el pelo, abrazándome, y diciéndome muy quedo.
-- Ssssh. Tranquilo, Manu. Ya pasará… tranquilo.
Pero no pasó. Al día siguiente, camino del colegio, Joserra se me acercó a pedirme que le enseñara el cromo de Betancort, y que a decirme que si íbamos a su casa a ver el partido en la tele por la tarde.
-- Mejor en mi casa ¿no?
-- Mejor en la mía, Manu. La Telefunken es mejor que esa caca de General Electric.
-- La que es una caca es tu Telefunken de mierda. Y tu padre es un colchonero rencoroso que se alegra si pierde el Madrid.
-- ¿Tu estás idiota, o qué?
No le respondí porque ya estaba corriendo a enseñarle el cromo al Lindo Galindo. Le dejé con la palabra en la boca. Aquella mañana no volvimos a cruzarnos siquiera una mirada, aunque no pude dejar de advertir que antes de la clase de mates estaba repasado los deberes con la ayuda de Jordi el Gafas. Así que cuando sonó la campana del recreo de comedor, cuando estábamos echando pies para formar los equipos, le dije a Galindo que si Joserra jugaba no contaran conmigo.
-- Si juega éste, conmigo no contéis.
Fue entonces él quien se dio a vuelta y se fue a leer unos tebeos de Old Shatterhand muy chulos que solía llevar al cole el Gordo Varela. Perdimos doce a ocho, y nos hubiera venido muy bien tener a Joserra en la defensa, pero yo me sentía todo satisfecho porque por una vez le había dejado las cosas muy claritas.
© foto: Moritz Hoffman
Etiquetas: Primeras nieves, Relatos
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