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Broncas (2)





    De todos los sueños de mi infancia, el que aún guardo impreso con más viveza es uno en que me desplazaba a gran velocidad sobre cualquier tipo de superficie, montado en algún tipo de artilugio invisible que me elevaba un palmo del suelo. Así recorría las calles del barrio, los sembrados que veía por la ventanilla en los viajes a Galicia, el mar, el patio del colegio. No podría decir exactamente de donde procedía el impulso, pero sí conservo la sensación de velocidad y de ausencia de esfuerzo. No era volar, ni conducir tampoco, pero era genial y a mi me encantaban aquellos sueños.
    Lo más parecido que llegué a conocer a esa sensación fue la de montar en moto, y la primera moto en la que monté en mi vida fue la Vespa que compró Aurelio el Frutero, el novio de la Tía Mari. Se la había comprado a un compañero del mercado, de segunda mano, baqueteada pero reluciente tras un lavado concienzudo. Llevaba una especie de parabrisas de plástico y unas fundas sobresaliendo de los dos cuernos del manillar, que debían abrigar las manos en invierno pero que claramente estaban de más en aquella mañana de sábado. La Tía Mari le estaba esperando, porque el Frutero le había anunciado que vendría con una sorpresa, pero los que la vimos primero enfilar petardeando la calle, entre los plátanos que ya empezaban a brotar y el sol peleón de la primavera fue Joserra, con el que estaba echando una partida de robaterrenos con un destornillador viejo que habíamos encontrado por la calle. Jonás le daba patadas al balón contra la pared, y la hermana de Joserra y sus amigas saltaban la goma. También estaban Efrén y su panda, fumando y leyendo el Marca en un banco a pocos metros. Todos se volvieron para saludar al motorista.
    -- ¡Frutero motorizado a la vista! – anunció Efrén.

    Aurelio desmontó airoso del vehículo, sin cerrar el gas, y me llamó a voces.
    -- Manu, ¡avisa a tu tía que ha llegado el hombre de su vida!

    Ni se me pasó por la cabeza la posibilidad de hacerle caso. Salimos escopetados hacia la moto, con un solo objetivo en mente.
    -- Jo. ¡Es fardona! –eso dijo Joserra.
    -- ¿Me darás una vuelta, Frutero? Anda, dame una vuelta. Porfa – supliqué.
    -- Y a mi, Frutero, yo también quiero --terció Jonás.

    Pero el frutero no iba a ceder a la primera.
    --Tranquilidad, calma, buenos alimentos y mucha verdura. A ver ¿quién va a avisar a la tía?
    -- Voy yo, Aurelio, pero primero dame una vuelta. –ofrecí.
    -- ¿Has visto como suena esta máquina? –y giró el puño del acelerador, a lo que el motor respondió con una nueva tanda de estertores mecánicos, antes de entonar algo vagamente parecido a un rugido.

    El Frutero miró hacia el balcón de la casa, donde tendría que haber asomado ya hacía tiempo la Tía Mari, en vista del estrépito. Se conoce que andaba trasteando por el interior, o tendiendo o fregando, pero no había oído la llegada del motorista.
    -- Bah. Esta es la de 50 –terció Efrén, que se había acercado con los mayores--. Mi primo tiene la de 180 GS, y además a estrenar. Con cromados en los carenados.
    --Pues tan ricamente, le dices a tu primo que te lleve a dar un garbeíto. Y no olvides el casco, a ver si la humanidad va a tener que prescindir de ese cerebro privilegiado. Venga, Manu: monta que te doy la vuelta a la manzana mientras sale la pesada de tu tía.
    No tuvo que repetirlo. Trepé al sillín como mejor pude, reculé un poco, y repetí las palabras mágicas:
    -- Venga, Frutero ¡dale gas!

    Arrancó a topetazos y enfiló la calle desierta con más afanes que bríos, arrancando a su paso una leve brisa que me bebí a boca llena, asomando la cabeza tras la espalda de Aurelio, expectante como solo puede estarlo un niño que se asoma por vez primera a las sensaciones de la vida adulta, temblando con las vibraciones del motor, entusiasmado, feliz. Aurelio me gritó que me inclinara para tomar la primera curva, pero olvidó advertirme que era hacia la derecha, y tuvo que corregir de un golpe de manillar para entrar en la empinada cuesta que llevaba hacia el parque del kiosko. El siguiente giro ya supe que tenía que seguir el rumbo de su espalda. Dos curvas más y el llegamos de nuevo a la altura del portal, donde nos esperaban los demás, y sobre todo el Microbio, que me tironeó del brazo para ocupar el sitio.
    -- Me toca a mí.
    -- Jo, Frutero – me resistí – Otra vuelta más.
    -- Nada. Circulando –zanjó—. Sube a avisar a tu tía que es el turno de tu hermano.
    Eché mis cuentas, y me salió que seguramente mis probabilidades de conseguir otra ronda mejorarían si hacía caso al motorista, así que le cedí el sitio al microbio entre empujones y emprendí la carrera hacia el portal llamando a gritos a la tía, mientras Jonás se aferraba a la espalda del motorista y la vespa emprendí por segunda vez la vuelta a la manzana.
    Pero no tuve necesidad de subir las escaleras hasta la casa. Empujaba con esfuerzo la pesada puerta de metal y cristal esmerilado del portal cuando desde el balcón del segundo tronó, como la de un ángel justiciero, la inconfundible voz de la Tía Mari.
    -- Pero frutero ¡tú estás gilipollas o qué!

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1 opinan

  • venga ya!!!

    no cuela

    no le llamó "frutero" (la tía Mari digo)

    Blogger burma a las 9:10 p. m.       

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