Viajes (1)
El extranjero era entonces aun un lugar lejano, extraño y maravilloso. Un lugar, por descontado, que pertenecía en exclusiva a los mayores: sólo ellos lo conocían y sólo ellos volvían de alli, cargados de regalos que destilaban el encanto ya perdido de lo exótico y el inconfundible brillo de lo moderno. Bolígrafos de diceséis colores, que a duras penas resistían una semana de continuas manipulaciones sobre los resortes que empujaban cada una de las puntas; libros con troquelados sorprendentes o desplegables ocultos como tesoros en un cofre; breas multicolores que al soplarlas desde un tubo se convertían en globos de goma prácticamente irrompibles, de una elasticidad y dureza tan superiores a nuestras pompas de jabón de fabricación casera; coches en miniatura con detalles de acabado minuciosos en las puertas y salpicaderos, bolas locas, cuadernos de hojas de distintos tipos de papel.
De uno de aquellos viajes conservo una caja de crayones ajados pero intactos: era tal la fascinación que ejercían esos colores desusados que ni el Microbio ni yo nos atrevimos más que a rozarlos una vez sobre el papel, acariciando las puntas levemente romas para comprobar el resultado sobre una hoja de nuestros blocs cuadriculados. Jonás coloreó uno de aquellos drakkars vikingos de fauces feroces coronando la proa y velas de grandes listas blancas y rojas, que estuvo muchos años clavado con una chincheta en la pared de nuestro cuarto común, a la derecha del poster de Snoopy.
La llegada del Padre, que aquella primavera había viajado solo a París, mientras nos dejaba al cuidado de la Tía Mari, fue el preludio de un rápido deshacer las maletas cargadas de tesoros. La mayoría, libros y discos que descartábamos rápidamente, alguna botella y algún paquete de quesos y patés, alguna prenda de ropa. Pero no tardaron en aparecer nuestros regalos: juguetes, artículos de papelería sobre todo, algún libro. También había un envoltorio atado con un lazo sobre el cartón, semioculto en los pliegues de un jersey, que el Padre entregó a la Tía con cierto misterio y una declaración solemne que no recabó respuesta alguna.
-- Es la última vez, Mari. Ya se lo puedes decir a Amalio.
La madre del Rubio Salazar estuvo un rato al teléfono hablando con la Tía, que al colgar nos anunció que vendría esa tarde a hacernos una visita. El Rubio era un niño de aspecto angelical, más bajo que la mayoría de nosotros, tranquilo y de modales suaves que descollaba sobre todo en clase de gimnasia. Los bancos, las espalderas y hasta el temido plinto no guardaban misterios para él, que empalmaba volteretas, saltos mortales y piruetas con una elegancia que encandilaban al viejo profesor de educación física –siempre trajeado y a menudo con un caniche blanco en brazos-- y despertaban la envidia de los que, más torpes, veíamos con temor cómo Salazar sonreía al escuchar acodarse el trampolín a los pies del potro para una sesión de saltos.
Salazar era hijo único. Justo lo que el Microbio de vez en cuando confesaba querer ser, y lo que yo no me atrevía siquiera a desear. Alguna vez me había invitado a su casa, un piso enorme en un barrio céntrico, con una habitación repleta de juguetes que inspeccionábamos con ansia y desempaquetábamos no tanto por jugar con ellos como por la sorpresa del descubrimiento. El Rubio, sin embargo, apenas les prestaba atención mientras mordisqueaba unas onzas de chocolate blanco, otro de los tesoros de la casa, que cortaba de enormes tabletas guardadas en un aparador. Imagino que si le conociera ahora diría que era un chaval tímido, aunque no apocado, de pocas palabras y muchas sonrisas. Un chico formal de buena familia.
Y no es que nuestra familia fuera mala, pero era otra cosa. Casi nadie en el colegio sabía que la Madre estaba en la cárcel. Joserra sí, claro, y el resto de los miembros de la célula. La directora también, claro, pero ella no contaba. Para los demás, el Padre nos había explicado que teníamos que dar las menos explicaciones posibles y, si preguntaban, que había tenido que ir a Galicia a cuidar de un pariente enfermo. Cierto que no se entendía muy bien que si ella estaba allí, por qué vivía con nosotros su hermana, que hubiera podido perfectamente estar cuidando a aquel pariente. Pero la verdad es que nunca nadie preguntó tanto.
Al Rubio Salazar lo que le gustaba de venir a casa era el descampado. Esa era el motivo de la llamada de su madre. En el barrio del Rubio no había solares con terraplenes, ni escombreras, ni malezas a dos pasos de la casa, ni un charco lleno de lodo. Todo eso lo había descubierto una vez que le invitamos a un cumpleaños y nos dejaron salir a dar una vuelta. Volvió a su casa embarrado pero feliz. El descampado, imagino, era para el Rubio Salazar como un país extranjero.
© foto: Feuillu
Etiquetas: Primeras nieves, Relatos
1 opinan
Lo que más me gusta de los relatos es que son vivencias, reales o soñadas , de personas, o personajes que tienden a dejarlos guardados en algún rincón perdido de la memoria, son trozos de algún momento pasado que se nos quedó grabado en la cabeza. Con los blogs los sacas a la luz, brillante manera de compartir esos retazos de momentos vividos, es como ver a través de los ojos de los demás. Te felicito.
la otra sevilla a las 11:18 a. m.Sigue escribiendo.
Nos gusta mucho leerte.
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