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Dinero (1)






    Aquello no se veía todos los días: el Padre entrando por la puerta a las seis de la tarde, con un enorme paquete bajo el brazo y una sonrisa que se le salía de la cara.

    --¡Chicos! ¡Mirad lo que os traigo!

    El Microbio y yo dábamos tales saltos para arrebatárselo de las manos que al final le hicimos rodar por el suelo. Pero no se enfadó: al contrario, se reía mientras nos ayudaba a desgarrar el papel de envolver. No es que nos hiciera falta ayuda, ni tampoco que el Padre no supiera lo que había dentro. Simplemente, imagino, quería participar de nuestra emoción. No era para menos: según el Padre, los regalos eran para las ocasiones. Incluso se enfadaba cuando el abuelo Antonio se presentaba con juguetes en alguna de sus visitas. Así que, si se presentaba con aquel enorme envoltorio, es que había algo grande que celebrar.

    --¡Hala! --exclamé.
    --¡Haláaaa! – completó Jonás.

    Era el Scalextric. Monza. Dos circuitos posibles, con cuentavueltas eléctrico, chicanes, puentes de cartón-ladrillo y dos MacLaren de Fórmula 1: el rojo para Jonás y el azul de Jackie Stewart para mi. El mejor regalo que recuerdo.

    --Me pido el azul –se me anticipó Jonás.

    Estaba tan contento que ni siquiera quise disputárselo. Tiempo habría. Cuando la tía Mari asomó por la puerta ya estábamos peleándonos con las pestañas de las piezas que iban dibujando un circuito mágico, de un negro rugoso y surcada por dos raíles brillantes. La pista iba cobrando forma aunque, como descubrimos pronto, no la forma adecuada.

    -- Vaya, cuñado, llegó Papá Noel antes de fechas.

    Todos hicimos como que no habíamos captado el retintín que cargaba esa palabras. El Padre se levantó del suelo, sonriente y exhausto.

    --Sí. Hemos vendido una campaña a la Pénsil, y la cosa pinta pero que muy-muy bien. Anda, llama a la vecinita que esta noche salimos a festejar.
    --No tengo ganas –dijo volviéndole la espalda.

    El Padre siguió a la tía Mari a la cocina, mientras nosotros nos peleábamos con las piezas. Ni siquiera regresaron cuando empecé a pelearme con Jonás, aunque cada vez gritábamos más.
    --Trae, que no sabes.
    --Sí que sé, imbécil.
    --¡Te voy a destrozar, Microbio!

L    uego vino el Padre, ya sin la sonrisa, aunque aún de humor para ayudarnos a arreglar el desaguisado. Conseguimos montar la pista, conectar los cables y arrancar las primeras vueltas, accidentadas primero, porque los empalmes de las guías metálicas no estaban bien hechos, y después porque faltaban los peraltes. El Padre lo fue arreglando todo y pasamos dos horas viendo circular los bólidos, cada vuelta más rápidos, antes de que la Tía nos avisara para cenar.

    --Jooooo.

    Pero la Tía no estaba para bromas.

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