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Dinero (y 3)




    Los domingos tocaba paga. Por riguroso orden de edad, pasábamos al despacho del Padre a recibir el importe de la asignación: cinco pesetas, en aquellas fechas, daban de sí lo suyo. Golosinas –regalices, mis añoradas pastillas de leche de burra--, tebeos, kikos y bolsas descomunales de pipas de calabaza, petardos, algún helado si era temporada y una bolsa de soldaditos de plástico. El inventario completo que el pipero, un señor malencarado, cojo y desconfiado, reunía en un gran cesto de mimbre colocado sobre un taburete plegable, en la plaza del kiosko, en la frontera norte del barrio.
    Recién desayunado y aún en pijama el padre nos recibía ante su mesa, con as monedas en una mano y en la otra una hucha. Era el momento de la pregunta fatídica de todas las semanas.
    --¿Cuánto dejamos hoy para la hucha?

    Tardé bastante en descubrir que “Nada” no era la respuesta que esperaba oír el Padre. En realidad, fue la primera vez que aprendí algo de mi hermano pequeño. El Microbio mostró una temprana y marcada propensión al ahorro –casi tanto como yo al gasto—que al Padre le parecía de perlas. Así que siguiendo el ejemplo de Jonás descubrí un nivel de equilibrio aceptable: yo ahorraba una peseta de las cinco, y Jonás guardaba cuatro y reservaba una para las visitas al pipero. Lo cual tenía su guasa, porque luego se empeñaba en compartir mis gominolas, los tanques de plástico y el DDT en que yo invertía cada semana lo que había podido arrancarle al sector financiero. No es que me importara, pero tenía mis reticencias a subvencionar al primer gorrón con el que me tropecé en la vida, el primero –ahora que lo pienso—de una larga lista. En el cuento de la cigarra y la hormiga, lo tengo claro, a mi me tocaba el papel de la pródiga cigarra y además financiarle los caprichos a una hormiga microbiana, presumida y rácana. Por eso no me sorprendió que años más tarde Jonás iniciara una brillante carrera como empleado de una caja de ahorros, con dieciséis pagas al año y toda clase de bonificaciones.

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    Aquel domingo, después de comer, el Padre estuvo sentado con nosotros viendo un nuevo episodio de Viaje al fondo del mar: un pulpo descomunal aferraba al Seaview con sus tentáculos y esta vez no valía el truco de la inmersión. La presión del agua aumentaba a medida que el cefalópodo sumergía la nave a cada vez más profundidad. Pero al final el Capitán consiguió engañarla soltando no sé qué por los lanzatorpedos y la tripulación pudo volver sana y salva a la superficie. O sea, como todos los domingos.
    Entonces el Padre nos propuso una partida de Scalextric. Montamos el circuito grande, en ocho, con los dos puentes, y empezamos a echar carreras por turnos. La verdad es que el Padre no conseguía ganar ni una, y yo me preguntaba si tendría algo que ver con el hecho de que la tía Mari y él llevaran unos días sin hablarse. Desde la noche en que vino con el regalo, y después salió de celebración.
    La Tía no nos había dicho nada, pero aquella mañana cuando fuimos a entrar al dormitorio para darle al Padre los buenos días antes de salir para coger el autobús del cole nos dijo que no merecía la pena.

    --Vuestro padre no está, andará por ahí de juerga, todavía.



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