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Viajes (3)



    La tarde nos saludó calurosa y fragante cuando tras una merienda apresurada salimos de estampida los cuatro camino del descampado: el Rubio Salazar, Joserra, el Microbio que no hubo forma de quitárselo de encima y yo mismo. El programa de actividades era apretado, y cargábamos en los bolsillos parte del equipo necesario: una caja de cerillas, las canicas, tres o cuatro petardos que guardábamos desde el verano, y un cigarrillo que le habíamos guindado a la Tía. El resto --una cantimplora llena de cocacola y los prismáticos viejos del padre de Joserra—- iba colgado.
    Al descampado se accedía desde la embocadura de nuestra calle, cruzando la que dividía en dos el barrio, tan ligera de tráfico entonces que se nos permitía atravesarla sin supervisión adulta. Luego, ante nuestros ojos, un paisaje desolado de escombros que formaban montículos sobre un enorme solar, tal vez del tamaño de dos campos de fútbol, repleto de uralitas, lagartijas, charcos, cascotes, latas y hasta un viejo seat quinientos abandonado, reposando solemne sobre tres llantas oxidadas y una piedra haciendo las veces de la cuarta. En suma, a los ojos del Rubio Salazar, como a los nuestros si no nos hubiera quedado a la vuelta de la esquina, el descampado era la imagen misma del paraíso.
    Ante los ojos fascinados del Rubio, emprendimos el tour de exploración. Joserra no podía aguantar las ganas de volar unas latas colocándoles debajo, en el borde mismo, sin que quedaran del todo tapadas contra el suelo, uno de los petardos de dos pesetas con –calculo—veinticinco gramos de pólvora negra envueltos en un cilindro de cartón doblado por el extremo, con una gruesa mecha negra. El primero tal vez había cogido humedad en el tiempo que estuvo almacenado, o tal vez la mecha no estuviera en condiciones. Un zumbido seco, apenas audible, anunció el primer fracaso. Así que probamos con el que quedaba, horadando el envoltorio con un clavo, derramando algo de pólvora por fuera y atándolos con un cordel que encontramos por el suelo. El estallido sonó esta vez como un trueno, cuando apenas nos había dado tiempo a asomar la cara tras un montículo y a Joserra a traspasar la cumbre de dos zancadas. La lata voló alto, tal vez cuatro, cinco metros, una enormidad a nuestros ojos, casi hasta el punto de hurtarse a la gravedad terrestre.
    Luego vino la visita al coche abandonado, con la habitual pelea para decidir quien se hacía con el volante, la palanca de cambios, el asiento del copiloto. Allí anduvimos un rato, dándole a la manivela de unas ventanillas que ya volaron, saltando entre los muelles que salían de los asientos y remedando con la boca el brrrm-brrrm del motor y el moc-moc del claxon. Imaginábamos ser una banda de atracadores que huían de la policía tras el asalto a un banco; tuve que esmerarme al volante para impedir que el coche volcara en las curvas, mientras el Microbio vaciaba sin interrupción los cargadores de una ametralladora –juraría que una Thompson de tambor—a la que nunca se le acababa la munición.
--¡Comed plomo, malditos polizontes!

    Hicimos pausa para repostar, con la cantimplora pasando de mano en mano; al Rubio le cedimos el privilegio de otear las escombreras con los prismáticos en busca de lagartijas, aunque él juró y perjuró que había visto dos ratas del tamaño de cabras montesas. Podría ser, pero lo cierto es que a aquellas horas de la tarde, a pleno sol, nunca nos habíamos topado con semejante fauna. Luego, después de explorar con cuidado todos los rincones del solar, de salpicarnos hasta las cejas con el agua de los charcos, de dejarnos caer por un desmote a lomos de viejas lamas de persianas rotas, de enzarzarnos en una guerra de terrones, llegó la caída de la tarde y el momento de encender la fogata prendiendo unos cuantos cartones, unos palos y alimentando el fuego con los filtros de aceite que arrojaban allí desde el taller de Calixto. Estaban empapados en grasa y ardían como la yesca seca, arrojando volutas de humo negro que impregnaban la ropa de aromas de gasolinas y alquitranes. La fogata era el momento del recuento, del descanso, de las miradas fascinadas al baile inacabable de las llamas, de las anécdotas de excursiones pasadas. También era la ocasión de echar al fuego los trozos de uralita, que estallaban en pedazos con detonaciones sordas, lanzando por el aire esquirlas sólidas y chispas humeantes.
    En una de esas fue cuando el Rubio Salazar, que no se había apeado de la sonrisa en toda la tarde, quiso hacernos la demostración del salto mortal sobre la hoguera. El más difícil todavía. Mira que le dijimos que no lo hiciera. Con once años, sin embargo, uno puede sentir miedo o no sentirlo, pero cuando no nos atenaza el canguis, sólo hay una palabra para describir cómo cómo se siente uno: la palabra es invulnerable.
    Así que el Rubio midió las distancias con la vista, tomó carrerilla y se dispuso a dar el salto. Y claro, pasó lo que tenía que pasar.


foto: Wikipedia

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